16 de noviembre de 2015

París, Madrid


Se suele decir que las comparaciones son odiosas. Cuando, como país, nos miramos en el espejo internacional, solemos salir bastante mal parados. Conocemos el percal y lo sufrimos cada día. Aún está fresco el recuerdo del 11-M y el resurgir cainita de las dos Españas. Esos partidos políticos mirando por su rédito electoral y manipulando a la población para enardecer el ambiente.
Todos hemos visto lo acontecido el viernes en París. El mismo pueblo que hace unos meses respondió a los ataques a Charlie Hebdo portando en alto el libro de Voltaire Tratado sobre la tolerancia. Por algo hicieron la revolución. Hace más de doscientos años rodaron muchas cabezas para que no hubiera nadie imponiéndole al país el dios al que tenían que adorar, ni el rey al que tenían que servir.  
Y el fin de semana, esa gente saliendo ordenadamente del estadio entonando el himno nacional mientras la capital estaba bajo ataque, la unidad y fortaleza de la sociedad, el Presidente declarando que van a ser implacables y a las pocas horas respondiendo al ataque y devolviendo el golpe. Fue una declaración de guerra, era su Pearl Harbor, y lo saben.

Ahora imaginemos la misma situación en Madrid, España. No hace falta ser demasiado intuitivos.
Rifles de asalto en la sala Galileo y bombas en el Calderón. Caos y pánico, aplastamientos a las salidas del campo, los medios difundiendo una noticia confusa tras otra, enredados en si son galgos o son podencos, mientras nos cazan como a conejos; Rajoy compareciendo 18 horas después y en una pantalla de plasma, diciendo ambigüedades. Pablo Iglesias negándose a firmar un acuerdo antiterrorista y hablando de Consejos de Paz, Willy Toledo echándole la culpa a Aznar (trece siglos documentados de violencia religiosa son culpa de la OTAN), taradas de género y génera afirmando que entre las víctimas hay más mujeres que hombres y promoviendo el hastag #Feminicidio y alguna loca diciendo que es un ataque de los penes.
Gentuza haciendo demagogia y aprovechando la tragedia para soltar el discurso político sectario, venenoso y maniqueo. Mierdas analfabetos que no han leído el Corán, ni falta que les hace, declarando muy consternados que el Islam es una religión de paz (si tan sólo hubieran leído el Verso de la espada…) cuando lo que quieren decir es que están dispuestos a no hacer nada, a claudicar y poner el culo; mermados que no esperan ni a que se enfríen los cuerpos soltando algo así como “también muere gente en Siria” (cinco años de guerra civil tardaron en llegar a esa conclusión);  gresca en el Congreso donde cada uno barre para casa, tontolabas poniendo velas, haciendo vigilias y pidiendo rezar; otros que al ISIS hay que bombardearlo con besos.
Nadie con la bandera de España (cómo nos gustan cuando son extranjeras, qué rápido nos encanta figurar) en su perfil de Facebook por miedo a que lo llamen facha, y mientras tanto, los atacantes escapando, claro, porque aquí no se dispara ni abate a nadie, pues eso va contra los derechos humanos. Luego, a resguardo y a varios miles de kilómetros de aquí, los terroristas huidos lo mirarían todo, atónitos, preguntándose si han atacado a un país o una casa de putas.

3 de noviembre de 2015

De leyendas y creencias



Me interesa todo el tema de las supersticiones, y de las nutridas leyendas creadas a su alrededor. Me fascina que cada cultura haya desarrollado sus propios mitos y criaturas fantásticas y que formen parte del imaginario colectivo de cada sociedad, como un símbolo o un icono.
Vistos como una riqueza cultural del folclore popular, son bonitos esos Trasgus que habitan los bosques asturianos, el Cuélebre que guarda la belleza intocable de una Xana o las travesuras de mal gusto del Diañu Burlón; al igual que es placentero y enriquecedor sentarse en cualquier pueblo de Galicia, con gentes del lugar, a escuchar historias de Meigas o de la tétrica Santa Compaña, que atraviesa las localidades de las comarcas sembrando de espanto las calles y haciendo que los aldeanos se escondan en sus casas.
Los huesos de santo, Jorge Manrique… es triste que historias típicas locales de espíritus y presencias fantasmales, o el tan nuestro Día de difuntos, hayan ido perdiendo fuerza por el empuje de tradiciones anglosajonas que aquí adoptamos sin el menor rubor.
Las supersticiones siempre han crecido en el deseo de las personas a encarar la realidad con un toque elegíaco y de fábula, en historias que invitan a soñar, a abandonarse por un momento en la creencia de la magia y de la veracidad de lo irreal. Sirven para asustar a los niños las noches de verano y para contar en campamentos al fuego crepitante de una hoguera. Su labor didáctica y de tradición es innegable y enaltecedora.
También el tema de los dioses me parece sumo interesante, y valoro a todos por igual (esa mala manía que tienen las personas que pertenecen al ámbito religioso de poner a unos por encima de otros, y creer que “el suyo” es el verdadero o mejor que el de las demás culturas y civilizaciones que hay y ha habido a lo largo de la historia, me parece de un egocentrismo insultante) y en las culturas romanas, griegas o vikingas los dioses poseían atributos y miserias de hombres, se peleaban, tenían descendencia y sus propios problemas familiares. Aunque el que realmente me gusta es ese dios del Antiguo Testamento, vengativo, sanguinario, con bastante mala hostia y algo cabrón, capaz de convertir en estatua de sal a una mujer sólo por desobedecer su mandato.

Quiero decir que soy una persona abierta a fábulas y mitos, que disfruta con la presencia embrujadora de un bosque en otoño o con relatos de terror leídos o contados.
El problema de todo esto siempre radicó cuando se confunde la fantasía con la borrachera de poder y quieren hacer pasar estas leyendas y cuentos en hechos verdaderos, y vertebrar moralmente a toda una sociedad entorno a ello, tratando a adultos como si fueran niños y aprovechando, de paso, para constituir un lucrativo negocio. Creer en un duende de los bosques o en un señor con barba sentado en una nube nunca debería ser motivo de confrontación.
Las creencias privadas, pertenecen, por definición, al ámbito de lo privado; no pueden trascender esas lindes para influir en la vida social, política o educativa de los ciudadanos, y por supuesto, que se financie con dinero público las creencias individuales o la enseñanza de catecismo y dogma en las aulas convertidas en escuelas de mediocres. Esto, que parece de aplastante sentido común, hasta un creyente debería entenderlo, pero no es tan fácil de hacer comprender a un país aún infectado de meapilas y a un Gobierno que pone medallas a vírgenes, en una escena que hubiera hecho las delicias de Berlanga.
El líder de Ciudadanos ya manifestó su intención de que la Iglesia pague el IBI (privilegios medievales en el siglo XXI) y de no financiar los colegios que segregan por sexo. Como propuesta es razonable y convincente, la necesidad de una separación clara entre Estado e iglesias; ahora falta que tenga el valor y la integridad de llevarlo a la práctica, pues el PSOE lleva prometiendo en campaña revocar los acuerdos con la Santa Sede desde casi el mismo 1982.

Una sociedad sólo puede encarar la modernidad en libertad cuando se haya despojado de las cadenas de lo irracional y de las imposiciones teocráticas en favor de la libertad de conciencia, cuando no se desvíe dinero de todos para cultos de unos pocos (cómo braman cuando les tocan esos privilegios a costa de lo público, cómo callan cuando se desmantela criminalmente la Sanidad, por ejemplo) y cuando ideologías que vienen de tiempos más autoritarios salgan de una vez de la esfera pública.
Los que acusan de anticlericales a los que abogan por un país laico y culto son tan bobos como los que tachan de antisemitas a los que denuncian las barrabasadas del ejército israelí en territorios ocupados.
Exigir un mínimo de respeto a los derechos fundamentales de las personas y a que ninguna creencia sea impositiva ni excluyente no es ser “anti” nada, es seguir las ideas ilustradas de los hombres que iluminaron el mundo cuando todo era tinieblas y cadenas, los que sentaron las bases del estado moderno y lucharon en territorio hostil con las armas de las ideas, por un mundo más justo y habitable sin tutelas divinas gracias a sus compromisos racionales que son hoy nuestro legado. Hombres admirables que nos enseñaron a mirar el mundo con aplomo y a darnos certezas y cultura.
Cuando hayamos conquistado esta última plaza de la libertad de todos, podremos regresar de nuevo a la hoguera que alumbre en las noches más oscuras el libro de leyendas sobre el que nos sentaremos para contar nuestras historias de fantasmas.