27 de febrero de 2012

100 películas de cine



No me gustan las listas, tan dadas a pontificar o subjetividades, pero en este caso puede estar bien para hacer un repaso y agrupar un centenar de lo mejor de la historia del cine. Y lo de las películas favoritas es muy relativo, ya que cada uno interpreta el cine a la luz de su propia vida, o de sus propias referencias cinéfagas. Están ordenadas por año. El collage es mío, que soy un virtuoso con el ordenador.


Amanecer - F.W. Murnau

El maquinista de la general - Buster Keaton

Luces de ciudad - Charles Chaplin

Cero en conducta - Jean Vigo

Sopa de ganso - Leo McCarey



La gran ilusión - Jean Renoir

Sólo se vive una vez -  Fritz Lang

Los violentos años 20 - Raoul Walsh

Historias de Filadeldia - George Cukor

Rebeca- Alfred Hitchcock


Murieron con las botas puestas - Raoul Walsh

Los viajes de Sullivan - Preston Sturges

Casablanca - Michael Curtiz



Ser o no ser - Ernest Lubitsch

Incidente en Ox-Bow -  William A. Wellman

Laura - Otto Preminger

Perdición - Billy Wilder

Duelo al sol - King Vidor

Forajidos - Robert Siodmack

Encadenados - Alfred Hitchock

Los mejores años de nuestra vida - William Wyler

Retorno al pasado- Jacques Torneur

Carta de una desconocida - Max Ophüls



El tercer hombre - Carol Reed

Al rojo vivo - Raoul Walsh

Los olvidados - Luis Buñuel

La jungla de asfalto - John Huston

El pistolero -  Henry King

En un lugar solitario - Nicholas Ray

Los sobornados - Fritz Lang

Raíces profundas - George Stevens



La noche del cazador - Charles Laughton


El hombre de Laramie - Anthony Mann

Ordet (La palabra) - Carl Theodor Dreyer

Centauros del desierto - John Ford
                                                                                                           


Un condenado a muerte se ha escapado - Robert Bresson

Fresas salvajes - Ingmar Bergman

Atraco perfecto - Stanley Kubrick

Doce hombres sin piedad - Sidney Lumet



El tren de las 3.10 - Delmer Daves

Los vikingos - Richard Fleischer

Tú y yo - Leo McCarey

Sed de mal -  Orson Welles



Imitación a la vida - Douglas Sirk

Los cuatrocientos golpes - François Truffaut



Con faldas y a lo loco - Billy Wilder

Con la muerte en los talones -  Alfred Hitchock

Al final de la escapada -  Jean-Luc Godard

El Apartamento -  Billy Wilder



El Buscavidas -  Robert Rossen



El hombre que mató a Liberty Valance - John Ford



El verdugo - Luis García Berlanga

El fuego fatuo - Louis Malle

El Gatopardo - Luchino Visconti

Grupo Salvaje - Sam Peckinpah

Accidente sin huella - Claude Chabrol

La Hija de Ryan - David Lean

La Última Película - Peter Bodganovich

La Venganza de Ulzana - Robert Aldrich

El Padrino I y II - Francis Ford Coppola

Fat City - John Huston



El último tango en París - Bernardo Bertolucci

Pat Garret y Billy the kid - Sam Peckinpah


Yakuza - Sydney Pollack

La Conversación - Francis Ford Coppola

Quiero la cabeza de Alfredo García - Sam Peckinpah


Lo importante es amar - Andrzej Zulawski

Dersu Uzala - Akira Kurosawa

Taxi driver -  Martin Scorsese

Annie Hall - Woody Allen

Los duelistas - Ridley Scott



Uno rojo, división de choque - Samuel Fuller

La mujer de al lado - François Truffaut 

Blade Runner - Ridley Scott

París, Texas - Wim Wenders



Érase una vez en Ámerica - Sergio Leone

Los santos inocentes- Mario Camus

Dublineses (los muertos) - John Huston

Bird - Clint Eastwood

Léolo - Jean-Claude Lauzon



Sin perdón - Clint Eastwood



Un corazón en invierno - Claude Sautet

Atrapado por su pasado - Brian De Palma

Antes de la lluvia - Milcho Manchevski

Heat - Michael Mann

Sospechosos habituales - Bryan Singer

Casino - Martin Scorsese

L.A. Confidential - Curtis Hanson

Martín (Hache) - Adolfo Aristarain



In the Mood for Love - Wong Kar-Wai

El pianista - Roman Polanski

Las horas - Stephen Daldry

Million dollar baby - Clint Eastwood

Munich - Steven Spielberg

Match Point - Woody Allen

El buen pastor - Robert De Niro

El curioso caso de Benjamin Button - David Fincher

Revolutionary Road - Sam Mendes

La cinta blanca - Michael Haneke

El secreto de sus ojos - Juan José Campanella



24 de febrero de 2012

Morir en Colombia

El incidente podría considerarse uno más de la locura de muerte y asesinatos selectivos que invade Colombia, el mayor productor de cocaína del mundo y que refleja unos índices de mortalidad propios de una guerra. Pero resultaba menos común dado las características de las víctimas. Dos curas habían aparecido baleados en su coche, sin duda obra de pistoleros a sueldo. Las primeras hipótesis apuntaban a un atraco.
No fue así, ni mucho menos. La historia que hay detrás es un camino de amor y muerte, de secretos, enfermedad, miedo e hipocresía.
Ambos estaban enamorados. En los tiempos que corren y en el país al que nos referimos, significaba cualquier cosa menos una idílica relación.
Pero una historia de amor no tiene que ser modélica, ni honrosa, ni siquiera amable. A menudo esa cotradicción de sentimientos saca lo peor de las personas, y, en la mayoría de los casos, quedan reducidas a unas cuantas inocencias perdidas, corazones que hace tiempo dejaron de latir a kilómetros luz del punto actual de nuestras vidas, evocando en una madrugada agarrado a un vaso, mientras un amigo te habla de cualquier cosa y tú asientes absorto, como diciéndole que sí a un recuerdo. Normalmente las secuelas de una historia de amor  sólo forman, en los momentos de memoria, una pasta de fracaso que duele muy pocas veces.

Ellos vivían su romance entre la pasión y un horror difícil de controlar al pensar en la idea de ser descubiertos. Algo desbordante e inmenso, clandestino y puro en su esencia. Pero el destino a veces juega muy duras pasadas, y a uno de ellos se le fue detectado VIH. El cerco se cerraba sobre ellos. Imposible disimular la enfermedad y el tratamiento que precisaba, con el filo de la guadaña rondando sobre sus cabezas, no tenía mucho sentido continuar, y además, tampoco les apetecía seguir en un mundo en el que tenían que estar escondidos por lo que eran. Decidieron quitarse juntos la vida. Saltar por un barranco, en un último recorrido por el vacío hacia el final. Pero no tuvieron valor, o sus aún profundas convicciones cristianas les impedían hacer un acto pecaminoso en última instancia que los privara del cielo, si es que acaso la Iglesia reserva algún cielo para los maricones.
Pero si algo sobra en Colombia, es personal dispuesto a dejarte listo de papeles por ti. Así que lo amañaron todo y pagaron a unos sicarios para que les ahorraran el trámite e hicieran el trabajo que ellos no podían ejectura por su mano.
Habiendo dinero, balas sobran, por lo tanto los asesinos, muy profesionales y cumplidores, les esperaron una noche como que no quiere la cosa y los acribillaron a balazos. Todo parecía un crimen brutal más. Salvo que no lo era. Ellos mismos habían encargado su asesinato. Algo esperado y deseado. Tal vez la institución a la que pertenecían, la sociedad mismas, les impedían vivir juntos su romance, pero nadie les iba a negar la forma de abandonar juntos el valle de lágrimas de la tierra.

Como decía, una historia de amor no tiene que ser modélica. Sólo es pura, llena de sentimientos humanos. Tan real como la vida. Como la muerte.

21 de febrero de 2012

Sobre valentías y personas



Dentro de la infamia general siempre hay actos idividuales de dignidad y coraje que merecen la pena reverenciar, independientemente de ideologías o colores políticos. Personas, ante todo, que cuando vienen dobladas tienden a engrandecerse, aún asumiendo los posibles riesgos.
Conocí una mujer, que me toca batante cerca, que vivió un tiempo con un maltratador soportando todo tipo de vejaciones y palizas, y un día le puso un cuchillo en el cuello y le dijo: "como me vuelvas a tocar te voy a rajar por la noche". Y desde entonces él durmió en otra habitación y con el pestillo echado.
En la memoria de todos está la imagen de aquel hombre de Lazkao al que una bomba de los nazis del RH negativo le destrozó su casa,y mazo en mano arremetió contra una Herriko Taberna, madriguera habitual de los mafiosos. Uno tiene sus debilidades y, sinceramente, a mí ese tipo de actos me conmueven profundamente.
Y es que, en el País Vasco, como pasa en todos los sitios, unos callaban por miedo y otros no se resignaban a vivir sin libertad o hincando la rodilla, aunque les costara la vida. Por ejemplo, María San Gil cuando salió corriendo detrás del terrorista que había matado por la espalda al compañero de partido mientras comían juntos. Hablo de personas que no pueden dejar de ser quien son aunque sepan lo que se están jugando. Aquel Ernest Llunch que se subía al atril frente a un grupo de radicales que lo abucheaba, durante la tregua del 98, y les decía que gritarán más, que por lo menos ya no mataban, y unos meses más tarde Llunch era asesinado en el garaje de su casa de Barcelona. O el asturiano Juan Priede, harto de vivir con escoltas pegados, eludió su protección para bajar un momento al bar a echar una partida de cartas y disfrutar de un momento de distensión sin los guardaespaldas, donde le esperaban sus asesinos. Dicen que Isaías Carrasco iba sin escolta por decisión propia cuando le metieron tres tiros (también por la espalda) delante de su mujer y su hija.
Y hay una clara línea delimitadora entre la gente decente y la chusma, el cobarde que se crece amparado en una posición superior o la impunidad del tumulto. El delator, el chivato. Esos 'ultras' de fútbol paletos y descerebrados que golpean a quien encuentran por su camino indefenso y (esto es importante) en minoría. Los que insultan y amenazan camuflados en una grada a un árbitro o futbolistas en un estadio.
El que organiza guerras pero nunca manda a sus hijos a ellas, que saben que no se la juegan jamás; los que firman órdenes conscientes de que si las cosas sale mal nunca van a tener que responder por sus actos, y que el pellejo se lo van a arriesgar otros.

Esa adolescente que sale a la calle en Valencia desarmada para ser golpeada con una violencia que nos alarma tiene una integridad cien veces mayor que el cacho de carne de cenutrio que abusa de su poder. Porque una cosa es repeler un ataque, garantizar la seguridad y defenderse cuando está en peligro la integridad física de cada uno, y otra golpear cobardemente a un menor de edad indefenso que no tiene posibilidad de réplica.
Esa chica, como tantas otras, creció con la idea de que tenía derecho a una educación digna, a una sanidad decente y una democracia naciente y limpia. Pero luego vino el robo, la avaricia desmedida, la estupidez de los gobernantes (unos y otros sacaron partido mientras pudieron, ya fuera con el delirio ladrillero y corruptela urbanística o con la idiotez más inoperante) y la impunidad de los causantes del desastre. Ella lo sabe y no ha vivido de espaldas a ello. Con el futuro negro y la situación precaria, nunca imaginó que tendría que salir a manifestarse para pedir algo que antes nos parecía tan básico como calefacción en las clases.
 Tal vez sus padres no tenían el dinero para mandarla a un colegio privado y religioso, donde además le lavaran el cerebro; de ser así ahora estaría en casa, ajena a todo, consumiendo televisión con una actitud bovina.
Pero ahuyenta el miedo y se planta delante de los cascos y los palos. Algunos gritan con las manos en alto, esgrimiendo como arma sus manos desnudas, otros incluso alzan libros, como amaprádose en el poder de las palabras contra la brutalidad.
Y te das cuenta de la lección imborrable que esos chicos están dando, esa grandeza de pundonr y  que te hace sentirte orgulloso aún de la gente que habita tan desdichada tierra. Y aunque las cosas pintan muy mal para la maltratada España, siempre hay algo que nos salva entre el lodo, no hay más que mirar cualquiera de las fotos de esa chica (todas las chicas y chicos que hay) y ver su valentía ante el desastre. Porque las porras podrán magullar su cuerpo, pero nunca debilitarán su espíritu.

5 de febrero de 2012

Una historia de violencia



La historia ocurrió hace veinticinco años, y levantó mucha polvareda en su momento, además de hacer corres ríos de tinta impresa y dar que hablar durante mucho tiempo al concejo. Todavía debe de andar por las hemerotecas, y en mi tierra los más viejos que yo la recordarán, por eso hoy la quiero rescatar, pues es digna de ser contada y refleja bastante bien lo que somos, con sus tintes de negrura y morbo.
Luis de Alamo tenía 46 tacos y era picoleto de tráfico en el destacamento de Luarca, en Asturias. Llevaba una vida ejemplar, un currante más de esos anónimos, casado desde hacía más de dos décadas con su mujer Constantina y padre de dos chicas adolescentes fruto de su sagrada unión. En 1985 llegó al concejo un nuevo párroco que respondía al nombre de Antidio (tuvieron los huevos bien puestos los progenitores, sin duda), treinteañero joven y entusiasta de esos que se hacen cargo de una comunidad pequeñita y se entrega con cristiana caridad a la consagración de los vecinos.

El caso es que a Luis le parecía que su parienta le ponía ojitos al nuevo siervo de Dios, y veía con inquietud la nueva amistad surgida entre ambos, pero la mujer, en lo suyo “tú deliras Luisín, no te me pongas tonto por mi labor de ayuda al lado del Padre Antidio, etc, etc”. Pese a todo, nuestro amigo empezaba a albergar alguna que otra duda, ese automático de desconfianza que salta cuando una mujer dice que no pasa nada pero se observan señales sospechosas.
En esa misma época Constantina abrió una pequeña boutique, y con la excusa de provisionarse de ropa se fue a Madrid, alquilando habitación en un hostal.
Luis, que tonto del todo no era, comprobó que ese mismo fin de semana tampoco estaba Antidio por Luarca. Una llamada de teléfono a la recepción sirvió para atar cabos. Mismo hostal, misma reserva.
Tras esto, Luis llamó al destacamento, habló con sus superiores y dijo que se encontraba mal, totalmente indispuesto, y que por favor, lo relevaran.
Cogió el coche y se puso camino de Madrid. Hizo todo el viaje hasta la capital como podemos imaginar, echo un mar de nervios y de desesperación, a punto de enajenar, el pobre. Allí se presentó hasta en el pasillo, y fue la fortuna que vio en ese mismo momento salir descamisado al bueno de Antidio, de una de las habitaciones donde le había dado a su mujer las suyas y las de un bombero. Y Luis, que se encontraba un poco falto de delicadeza, sacó el arma reglamentaria y sin decir esta boca es mía le metió un balazo al cura, que no tuvo tiempo ni para pedir la confesión.
Los policías de la Comisaria de Sol lo detuvieron sin que el marido cornudo opusiera resistencia, sólo con una mueca de resignación, esto es lo que hay agentes, ahí está el cura, sí, el del suelo hecho un Eccehomo. Por supuesto, fuentes eclesiales manifestaron a la prensa que el sacerdote llevaba una vida ejemplar (supongo que no tuvieron en cuenta lo de beneficiarse a la esposa de un feligrés)
La Audiencia Provincial lo condenó a dos años de prisión, de los que cumplió únicamente un año y medio que le debieron de parecer unas vacaciones, antes de salir en libertad condicional, imagino, más a gusto que en brazos.

Viene la historia a cuento de que uno puede llegar a desarrollar cierta empatía por los humillados y los hermosos vencidos, por el hombre que en un arrebato de dignidad y coraje le aprieta las tuercas al aprovechado de turno. Y así lo entendió la Justicia, aplicándole a Luis una pena ridícula. Lo pienso ante la noticia de que el Instituto de Criminología de Baja Sajonia desarrollará una investigación de los archivos de la Iglesia Católica en Alemania para estudiar los casos de abusos sexuales acontecidos desde 1945. Porque ya llovió. Tarde, como siempre, pero al menos puede evitar que uno de esos niños hoy adultos haga un pequeño acto de desquite y busque a su violador para cerrar deudas.
¿Y quién puede poner en duda el derecho moral a ir a uno de esos torturadores de la inocencia y de la vida y meterle un tajo desde detrás de la oreja hasta la nuez, o simplemente inflarlo a hostias con benevolente piedad? Es admirable que alguien que haya pasado por un hecho semejante no reclame la justicia por su mano, hola padre, muy buenas, ¿se acuerda de mí? Aquí le traigo a mi amiga la 38, pum pum, y angelitos al cielo. Y es que, cuando se trata de ajustar cuentas, algunos delitos nunca prescriben en las entrañas de los que lo padecieron.

En Estados Unidos, un país enorme y de grandes contrastes, tuvieron el lujo de tener entre sus ciudadanos a la inimitable Ayn Rad y tiene bastante pegada el auténticamente genial, honesto y brillante británico Richard Dawkins. Sin embargo, un amplio sector lleva doscientos años negando a Darwin y se debate de forma intensa el enseñar creacionismo en las escuelas, mezclando el tocino con la velocidad, oponiéndose a cualquier despunte del progreso y la razón, glorificando la estupidez, preservando a  nuevas generaciones en la incultura, la ignorancia y el miedo.
Hay un pieza, Gerhard Wagner, que está en contra de que las mujeres vistan pantalones o que estudien en la Universidad, y que Ratinzger ascendió a Obispo al poco tiempo de que dijera que el Huracán ‘Katrina’ que devastó Nueva Orleans respondía a un castigo de Dios por las prácticas inmorales que se practican en la ciudad. Y aún siento perplejidad de que ninguno de los miles de afectados por la tragedia, algunos de los que lo perdieron todo (y precisamente por eso) no buscaran al fulano de marras para morderle la yugular. Que le dieran hasta en la partida de nacimiento, al hijo de la gran puta.
Pero nunca pasa nada, un tipo de esos dice un barbaridad, por encima de los cadáveres, de la devastación y de la tragedia, y los mandamases de la Iglesia se encogen de hombros como diciendo “qué travieso nos ha salido nuestro cachorro, vamos a ascenderle y aquí paz y después gloria”. Y a las víctimas del Sida a las que les dijeron que ponerse preservativo era malo, pecado, caca, y que el demonio lo ve todo, o a los desalojados del Katrina, a los niños violados y las adolescentes que tienen que abortar en la clandestinidad poniendo en riesgo su vida, no las vayan a excomulgar, que les vayan dando.

Pero nunca se sabe por dónde pueden salir las víctimas, el herido. El empuje de la desesperación y la honestidad humana, el deseo de verse en paz con uno mismo , con su pasado y sus verdugos. A lo mejor llega el día en que alguien hace un viaje en coche con un destino fijo, una idea en la mirada y una pistola en la guantera.