13 de agosto de 2011

Pisadas


Mi buen amigo Lalo, al que siempre critico en broma y con humor sus rastas y su estilo alternativo, hizo un viaje a Senegal que recogió en más de doce horas de cinta. Y de ahí surgió un hermoso documental llamado ‘Volando voy’, que anda por los institutos, para enseñar a los adolescentes que existen otro lugares y otras culturas, que a veces el mundo que desconocemos no es tan diferente al nuestro y que los anhelos y miserias de los hombres pueden ser muy parecidos. El documental comienza con la frase de Machado (yo la recuerdo cada día ante comentarios de según qué bobos), aquello de “Lo que se ignora, se desprecia”.

De mis viajes no me interesan especialmente las fotos al pie del monumento famoso de turno, las visitas guiadas para viajeros exprés de carrete y nos vamos (ahora modernísimas cámaras-móviles digitales que tardo en entender) ni volver con la taza y la camiseta de “yo estuve en Villaseca de Laciana y me acordé de ti”.
En realidad mis mejores recuerdos viven más allá de los álbumes en pequeños detalles, anécdotas, momentos, compartidos en apacible compañía o en la placentera soledad: Un atardecer en una isla griega del Mar Egeo, por donde en la antigüedad vinieron los dioses; una pequeña tienda de reliquias y posters cinematográficos que encontré en un barrio de Dublín, una caminata a media mañana por las ruinas de Esparta; estar perdido bajo la gélida noche de Oslo y buscar el refugio de sus caros locales. Una solitaria sesión de cine en el centro de Londres; mi mejor amigo y yo creyéndole huérfano en una inmensa playa de Portugal, una chica sin nombre y de precioso semblante con la que compartí espera y desayuno en un aeropuerto; la música en directo que me acompañó mientras me ponía tibio a whisky en un bar de Manchester.
Se trata siempre de una mirada al exterior para enriquecer el interior, conocer infinidad de personas de paso, indagar sobre el mundo que pateamos y tener material para ungir los relatos y los sueños.
Desde que tengo uso de razón siempre deseé ponerme una mochila al hombro, llenarla de libros y de accesorios y lanzarme a lo excitante de los desconocido; paliar la falta de cultura, de tolerancia, de conocimientos, que caracterizan a las gentes que no son capaces de congeniar con el entono cuando viajan, de sentarse a tomar café con el nativo o intercambiar pareceres con el desconocido; conscientes de la riquísima variedad que nos ha otorgado pertenecer a un país eminentemente emigrante, y que internamente durante siglos fue enriquecido con las culturas latinas, árabes, visigodas, judías.

Ahora que inicio un nuevo y largo viaje me embarga ese extraño sentimiento, rebosante de energía y a la vez sereno, de ir al encuentro de situaciones por estrenar, rostros que ignoro, ciudades que me esperan sin saberlo, nuevas anécdotas con las que alimentar el disco duro de los recuerdos. Con una curiosidad inagotable y una aceptable capacidad de supervivencia, con una suficiencia para lidiar con la soledad y disfrutar de ella.
Y regresar más persona y con un tonelaje que no pese, con imágenes que sean secretos inverosímiles o pequeños momentos que conformen una emoción. Esas cosas de nuestra vida que a todos nos ayudan si alguna vez llegamos a viejos.

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