3 de noviembre de 2015

De leyendas y creencias



Me interesa todo el tema de las supersticiones, y de las nutridas leyendas creadas a su alrededor. Me fascina que cada cultura haya desarrollado sus propios mitos y criaturas fantásticas y que formen parte del imaginario colectivo de cada sociedad, como un símbolo o un icono.
Vistos como una riqueza cultural del folclore popular, son bonitos esos Trasgus que habitan los bosques asturianos, el Cuélebre que guarda la belleza intocable de una Xana o las travesuras de mal gusto del Diañu Burlón; al igual que es placentero y enriquecedor sentarse en cualquier pueblo de Galicia, con gentes del lugar, a escuchar historias de Meigas o de la tétrica Santa Compaña, que atraviesa las localidades de las comarcas sembrando de espanto las calles y haciendo que los aldeanos se escondan en sus casas.
Los huesos de santo, Jorge Manrique… es triste que historias típicas locales de espíritus y presencias fantasmales, o el tan nuestro Día de difuntos, hayan ido perdiendo fuerza por el empuje de tradiciones anglosajonas que aquí adoptamos sin el menor rubor.
Las supersticiones siempre han crecido en el deseo de las personas a encarar la realidad con un toque elegíaco y de fábula, en historias que invitan a soñar, a abandonarse por un momento en la creencia de la magia y de la veracidad de lo irreal. Sirven para asustar a los niños las noches de verano y para contar en campamentos al fuego crepitante de una hoguera. Su labor didáctica y de tradición es innegable y enaltecedora.
También el tema de los dioses me parece sumo interesante, y valoro a todos por igual (esa mala manía que tienen las personas que pertenecen al ámbito religioso de poner a unos por encima de otros, y creer que “el suyo” es el verdadero o mejor que el de las demás culturas y civilizaciones que hay y ha habido a lo largo de la historia, me parece de un egocentrismo insultante) y en las culturas romanas, griegas o vikingas los dioses poseían atributos y miserias de hombres, se peleaban, tenían descendencia y sus propios problemas familiares. Aunque el que realmente me gusta es ese dios del Antiguo Testamento, vengativo, sanguinario, con bastante mala hostia y algo cabrón, capaz de convertir en estatua de sal a una mujer sólo por desobedecer su mandato.

Quiero decir que soy una persona abierta a fábulas y mitos, que disfruta con la presencia embrujadora de un bosque en otoño o con relatos de terror leídos o contados.
El problema de todo esto siempre radicó cuando se confunde la fantasía con la borrachera de poder y quieren hacer pasar estas leyendas y cuentos en hechos verdaderos, y vertebrar moralmente a toda una sociedad entorno a ello, tratando a adultos como si fueran niños y aprovechando, de paso, para constituir un lucrativo negocio. Creer en un duende de los bosques o en un señor con barba sentado en una nube nunca debería ser motivo de confrontación.
Las creencias privadas, pertenecen, por definición, al ámbito de lo privado; no pueden trascender esas lindes para influir en la vida social, política o educativa de los ciudadanos, y por supuesto, que se financie con dinero público las creencias individuales o la enseñanza de catecismo y dogma en las aulas convertidas en escuelas de mediocres. Esto, que parece de aplastante sentido común, hasta un creyente debería entenderlo, pero no es tan fácil de hacer comprender a un país aún infectado de meapilas y a un Gobierno que pone medallas a vírgenes, en una escena que hubiera hecho las delicias de Berlanga.
El líder de Ciudadanos ya manifestó su intención de que la Iglesia pague el IBI (privilegios medievales en el siglo XXI) y de no financiar los colegios que segregan por sexo. Como propuesta es razonable y convincente, la necesidad de una separación clara entre Estado e iglesias; ahora falta que tenga el valor y la integridad de llevarlo a la práctica, pues el PSOE lleva prometiendo en campaña revocar los acuerdos con la Santa Sede desde casi el mismo 1982.

Una sociedad sólo puede encarar la modernidad en libertad cuando se haya despojado de las cadenas de lo irracional y de las imposiciones teocráticas en favor de la libertad de conciencia, cuando no se desvíe dinero de todos para cultos de unos pocos (cómo braman cuando les tocan esos privilegios a costa de lo público, cómo callan cuando se desmantela criminalmente la Sanidad, por ejemplo) y cuando ideologías que vienen de tiempos más autoritarios salgan de una vez de la esfera pública.
Los que acusan de anticlericales a los que abogan por un país laico y culto son tan bobos como los que tachan de antisemitas a los que denuncian las barrabasadas del ejército israelí en territorios ocupados.
Exigir un mínimo de respeto a los derechos fundamentales de las personas y a que ninguna creencia sea impositiva ni excluyente no es ser “anti” nada, es seguir las ideas ilustradas de los hombres que iluminaron el mundo cuando todo era tinieblas y cadenas, los que sentaron las bases del estado moderno y lucharon en territorio hostil con las armas de las ideas, por un mundo más justo y habitable sin tutelas divinas gracias a sus compromisos racionales que son hoy nuestro legado. Hombres admirables que nos enseñaron a mirar el mundo con aplomo y a darnos certezas y cultura.
Cuando hayamos conquistado esta última plaza de la libertad de todos, podremos regresar de nuevo a la hoguera que alumbre en las noches más oscuras el libro de leyendas sobre el que nos sentaremos para contar nuestras historias de fantasmas.

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