3 de noviembre de 2017

Tu pueblo y el mío



Si es cierto, como afirman, que la verdadera patria de cada cual es su infancia, yo la primera vez que oí el término pueblo en boca de sus desternillantes (muy a su pesar) próceres, pensé en la mía propia, en los años de niñez pasados, en aquellos interminables veranos, en un pueblo de la costa asturiana, donde el cielo y la montaña se unen con el mar y la vida mantiene todavía otra velocidad. Aldea de idas y venidas, con el sabor del salitre, el prado, el sol en la piel y la libertad. Hay muchos otros y muy bonitos, pero ése es el único pueblo que conozco realmente. Con sus ensoñaciones infantiles y el recuerdo idílico en la distorsión de la memoria.
Lo demás me suena a populismo barato, a propaganda de asamblea o perorata desde el atril de algún tiranorzuelo latinoamericano, como ese garrulo del bigote con pinta de cacique de villorrio.


Siempre me pareció Cataluña una comunidad maravillosamente plural y diversa, por eso es crucial que se mantenga así, rica en su variedad, frente a la pretensión impuesta de una sociedad cerrada y homogénea, fuertemente identitaria (ignoran que identidades tienen las personas, no los territorios) con una historia falseada que, en realidad, comparte casi en su totalidad con el resto del país. No hay un pueblo, no es la aldea de Astérix, hay unos ciudadanos libres que tienen unos derechos (y unas obligaciones) y que son iguales tanto en Sabadell como en Soria. El resto son monsergas autócratas para adoctrinar a ganado espongiforme, música celestial de liberación de las patrias que el nacionalismo más corrupto de la Europa Occidental ha puesto a todo volumen para que el rebaño baile.
Requerir al “pueblo catalán” como si fuera un ente con vida propia y uniforme, lo único que hace es azuzar los bajos instintos de los que prefieren formar parte de un todo genérico en lugar de encumbrar su yo individual; la famosa pertenencia al grupo, donde los símbolos y emblemas adquieren el carácter de trascendencia y rito.
A pesar de la supuesta épica que desprende el irresistible aroma de las heroicas gentes librándose del yugo del Estado opresor, la realidad, fría, precisa y gris, es que sólo se ha visto a unos dirigentes embaucadores, cobardes e incompetentes, mandando a una masa de infelices victimizados, bandera en ristre, a saltarse las leyes y jugarse el tipo frente a las fuerzas de seguridad con orden de contenerse. Falsificando y engordando heridos y haciendo el ridículo frente al mundo que observaba perplejo.
Y después los responsables huyendo como conejos. Degradante vodevil.
No menos bochornoso que el papelón que está interpretando cierta izquierda española, empeñada en prolongar ese tremendo error histórico, no asumido por casi nadie, de aliarse con el nacionalismo más retrógrado en siniestro concubinato.
No, apelar al pueblo como guardián de las esencias supremas, lanzarse a la secesión, imponer una dogma plagado de alegorías históricas tergiversadas y quebrar la sociedad polarizando de forma maniquea entre patriotas y traidores no es progresista, no es solidario, ni siquiera liberal. Es justamente todo lo contrario.

Hay que viajar y luego volver, aunque sea mentalmente, a la infancia, a las villas bucólicas y tranquilas que plagan las costas bañadas por el Atlántico y el Mediterráneo, pero nunca caer en las trampas de la tribu y de la raza, de los hechos diferenciales, del cortijo privado y el negocio del sentimentalismo. Es un pensamiento primario, preciudadano y cateto hasta el sonrojo.

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