Tenían
un gran significado implícito las lágrimas de cocodrilo que
Inmaculada Colau vertió en un programa de radio, recordando los
insultos que le dedicaron las cabestras masas del independentismo
cuando aquello de recoger su segundo bastón de mando del consistorio
barcelonés, que promete ser tan desastroso e ineficaz como el
primero. Ese llanto hipócrita llevaba la carga del cínico que sólo
se acuerda de Santa Bárbara cuando truena. Pareció descubrir la
alcaldesa, perpleja, que el agua moja, y así fue a denunciar esos
hechos, justo después de colocar en la fachada del ayuntamiento el
lazo amarillo que denota abierta complicidad con los presos de la
intentona golpista de octubre de 2017.
Para
la antigua activista okupa, siempre había una justificación, un
entendimiento condescendiente, cuando los proyectiles del odio tenían
como objetivo otras figuras públicas de la política catalana. Y en
las quejas lacrimógenas de la esperpéntica Colau existía ese
desconcierto porque se hubieran cebado precisamente con ella, que ha
consentido y consiente, que tan bien trató a las zumbadas huestes
del excluyente supremacismo, movimiento inculto y agresivo, que hace
del acoso y la intimidación su única razón de ser. Y al que, por
cierto, no se le responde con toda la contundencia que se debería.
En la Barcelona de Colau se fueron cediendo los espacios públicos, los institutos y las universidades para actos, pintadas y amenazas en sintonía de la caterva amarilla, formada en gran medida por iracundos radicales, fanatizados y con un número de neuronas no excesivamente elevado, que atacan, en nombre de la democracia y de la libertad de una república de ficción, a todo aquel que no piense como ellos.
Una ideología delirante e intransigente que funciona mediante la coacción, el miedo y la delación. El hostigamiento indiscriminado y la voluntad de imponer lugares de cuarentena ciudadana, donde nadie que no comulgue con este neofascismo con barretina podrá habitar.
Estas turbas son los renglones torcidos de nuestro Estado de derecho, las máquinas defectuosas de la democracia. Un sistema en cuyo seno ha germinado esta progenie de bestias, que llegan hasta la vileza de agredir a una niña de diez años en un colegio, es un modelo fallido, en cuanto a educación, convivencia, unidad y valores cívicos se refiere.
En la Barcelona de Colau se fueron cediendo los espacios públicos, los institutos y las universidades para actos, pintadas y amenazas en sintonía de la caterva amarilla, formada en gran medida por iracundos radicales, fanatizados y con un número de neuronas no excesivamente elevado, que atacan, en nombre de la democracia y de la libertad de una república de ficción, a todo aquel que no piense como ellos.
Una ideología delirante e intransigente que funciona mediante la coacción, el miedo y la delación. El hostigamiento indiscriminado y la voluntad de imponer lugares de cuarentena ciudadana, donde nadie que no comulgue con este neofascismo con barretina podrá habitar.
Estas turbas son los renglones torcidos de nuestro Estado de derecho, las máquinas defectuosas de la democracia. Un sistema en cuyo seno ha germinado esta progenie de bestias, que llegan hasta la vileza de agredir a una niña de diez años en un colegio, es un modelo fallido, en cuanto a educación, convivencia, unidad y valores cívicos se refiere.
Y después de haber convertido la capital catalana en una ciudad decadente, con severos problemas de seguridad ciudadana, la ínclita alcaldesa llora porque le quieren sacar los ojos los mismos cuervos que con tanto mimo y comprensión crió. A la política s'arriba plorat de casa, alcaldessa.
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