23 de noviembre de 2019

Alerta para bobos

Artículo publicado originalmente en La Nueva España.





En este devenir que se sospecha irremediable de la infantilización de la política y el prosaico uso informativo que llega en forma de estímulos de usar y tirar, donde las noticias entran a la misma velocidad que salen y los contenidos son cada vez más anodinos, la mediocridad intelectual toma forma en todo lo que las redes sociales revelan: un muestrario obsceno de nuestra propia torpeza cultural, con la necesaria mano cómplice que tiende la infame clase dirigente.

Como ejemplo palmario, esa “alerta antifascita” que banaliza el término y acaba despojando de sentido real a uno de los totalitarismos que desangraron el siglo XX, permitiendo que cualquier discrepancia con el pensamiento dominante (a cargo del aparato gubernamental) pueda entrar en esa definición de fascista. Y es utilizada esa alerta, además, por no pocos cantamañanas henchidos de superioridad moral que se permiten repartir credenciales no sólo de auténticos progresistas, también de verdaderos demócratas.
Todo ello, en lo que parece una tétrica disonancia cognitiva, mientras bendicen esos pactos contranatura que abren las puertas del poder al resentimiento de la tribu, ése que ceba un nacionalismo de consecuencias imprevisibles.
Se ha ido creando un caldo de cultivo autoritario donde la discrepancia sensata, tan necesaria en democracia, se convierte en extrema derecha si así lo consideran las huestes de guardia, a pesar de que, con unas herramientas digitales carentes de filtro, cualquiera puede escribir un infinito y abrumador compendio de idioteces, mientras tenga el salvoconducto de progresista, otro término prostituido hasta dejarlo irreconocible.
El extraño progresismo de simpatizar con los reaccionarios de las identidades territoriales y el hecho diferencial, o la triste moral de mirar con ojos de enamorado primerizo a todos los sátrapas populistas que engendra el continente hermano.

Hay que tener presente que las soflamas simplonas lanzadas desde políticos y particulares envilecen la razón y anulan el pensamiento crítico, ese pensamiento que lleva a una parte importante de la población a creer que el puntual ascenso electoral de un partido conservador supone un peligro mayor que las llaves del país lanzadas dentro de la celda donde el sedicioso condenado Oriol Junqueras aguarda las negociaciones, con todo de cara para marcar e imponer el rumbo de las mismas.
Un ruptura colosal de la realidad lleva a la afirmación que los diputados de Vox son más temibles que el grupo parlamentario propio de Bildu, la ETA sin capucha. El etnicismo homicida una vez dado una ducha, listo para revista.
Miles de personas, en plena degeneración ideológica, manifestando escandalizadas el miedo que les provoca el lobo feroz de Santiago Abascal, mientras asisten impasibles al desorden en todos los ámbitos de la palabra que desde una mitad de Cataluña levantada contra la otra mitad, dirige de forma grotesca un racista de trayectoria indigna como Quim Torra.

Se preocupan, los receptores crédulos de la alerta, del segundo advenimiento de las camisas negras, mientras comandos totalitarios absolutamente asilvestrados toman por la fuerza de la violencia las calles de la segunda ciudad del país, se trazan planes para manufacturar bombas y un terrorista no arrepentido como Arnaldo Otegi sermonea por las televisiones cómplices sobre las bondades de los acuerdos entre los socialistas y la podemia.
Con un Estado en (dejación de) funciones, los mismos que te zarandean por el miedo “a los nazis” (52 han tomando el Congreso, según las preocupaciones de los más tontos) se mantienen imperturbables hacia la paranoia xenófoba del que ejerce un veto geográfico a ciudadanos que sólo pretenden ser libres e iguales. Los que afirman que los derechos individuales no existen y sólo priman los colectivos (portavoz de Arran
dixit), los que gritan a Inés Arrimadas que se vuelva a su Andalucía oriunda, y los que tratan de erradicar de los pueblos del País Vasco a los constitucionalistas que hasta hace poco pagaban con su vida la temeridad de no ser nacionalista en una tierra envenenada por el odio que dejó como legado el demente Sabino Arana.

Por eso, cuando cualquier fatuo o demagogo se hace eco de esa alarma contra el fascio, pero no se refiere a la barbarie supremacista que trata de voltear el estado de Derecho, es inevitable esbozar una sonrisa sardónica, al constatar, con casi toda seguridad, que uno se encuentra ante un perfecto imbécil.

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