16 de febrero de 2020

Ese viejo instinto

Artículo publicado originalmente en La Paseata




El nacionalismo siempre me pareció una aberración identitaria, un sentimentalismo localista mal canalizado, profundamente reaccionario y violentamente estúpido.
La exaltación de la boina y la cortedad de miras en detrimento de la ciudadanía política.
De esa quimera de libres e iguales, y que todos los españoles tenemos los mismos derechos y otros etcéteras falaces apenas queda nada, y se nota cuando observas que algunos energúmenos afiliados al hecho diferencial esperan una serie de privilegios excluyentes por el único mérito de haber nacido en. De ocupar un territorio con supuestas raíces tribales y otras legendarias chorradas de manipuladores históricos, subvencionados y amaestrados para divulgar una mentira cien veces repetida.

En Asturias aún no se ha filtrado por los tapices de la tierra el veneno del nacionalismo, pero ya se empiezan a alzar las primeras voces de los ceporros y los indigentes intelectuales que quieren separar a los buenos y a los malos asturianos, lo auténtico de lo corrompido, en función del apoyo o no a la imposición del bable como lengua cooficial.
Por la lengua se cuelan muchos atavismos dañinos. Ahí está el origen de demasiadas disputas que acaban expulsando del sistema y de la vida civil a todo el que se resista a ser sujeto de prácticas para inmersiones e ingenieras sociales. Los comisarios políticos que espían en los patios de las escuelas catalanas lo que hablan los niños en sus juegos no empezaron siendo unos totalitarios del lenguaje, ni el proceso de nazificación se implantó de la noche a la mañana.

Conviene no tomarse a la ligera el despertar de ciertos sentimientos de patrias étnicas y destinos en lo universal.
Ernest Llunch se plantó ante los palurdos que le pegaban berridos y les dijo que gritaran más, que gritaban poco. Unos meses después le dispararon en el garaje de su casa en Barcelona, arrebatando la vida de un hombre ejemplar.
Gregorio Ordóñez se postulaba como futuro alcalde de una San Sebastián asediada por la violencia, y en su elocuente valentía aseguraba que el único lugar donde quería ver a los pistoleros era en la cárcel. Recibió una llamada telefónica instándole “a abandonar Euskadi, cabrón”, pero se negó a irse de una tierra que era tan suya como de los que después lo asesinaron. En su ciudad, mientras comía con compañeros y amigos. Por la espalda.





Uno de los jefes de esa banda de racistas homicidas fue Arnaldo Otegi, secuestrador a tiempo parcial y terrorista no arrepentido como carta de presentación.
Hoy es recibido en algunas calles como una estrella del rock, con jóvenes analfabetos pidiéndole fotos y autógrafos, y parte de la generación de políticos más infame de nuestra joven democracia lo considera un referente de la paz y un interlocutor válido. Es el cabeza de cartel de Bildu. Ahí manda él, aunque delega en sus secuaces la representación en el Congreso. Un Congreso donde ya una parte los aplaude sin pudor. Normalizan la barbarie los mismos que decían que iban a devolver la dignidad a las instituciones. Pero su actual poder y Gobierno se sustenta de forma parcial sobre la humillación de la sangre derramada.
Y hoy defender la Constitución sigue siendo una actividad de riesgo en algunas zonas del país, allí donde los cafres más sueltos están, desatados y bien alimentados en su burricie.

No digo que todos los nacionalistas sean asesinos, aunque muchos supieron recoger muy convenientemente las nueces del árbol que otros agitaban a base de coches bomba; pero sé que siempre hay individuos capaces de matar por una idea de nación, de pueblo subyugado que debe alzarse por encima de la chusma maqueta o charnega.
Algunos hemos recibido patéticas amenazas por Internet de infelices que quieren que dejemos de defender la libertad educativa y los derechos lingüísticos. Bueno. Gritad más, que gritáis poco.

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