Artículo publicado originalmente en Esdiario
EL nacionalismo siempre me pareció una grotesca aberración identitaria, un sentimiento localista mal canalizado, profundamente reaccionario y, en su vertiente extrema, violentamente estúpido.
La exaltación de la tribu y la cortedad de miras en detrimento de la ciudadanía política, con todas las desgracias involutivas que ello implica. Del deseo de todos los españoles libres e iguales apenas queda ya nada, con los privilegios entregados a los que se empeñan en habitar un territorio con supuestas impolutas raíces milenarias y otras legendarias chorradas de manipuladores poco pedagógicos, oportunistas del pesebre, subvencionados cainitas e insolidarios y muy amaestrados para divulgar una santoral y lúbrica fantasía anhelada, una mentira cien veces repetida.
En Asturias, por ejemplo, aún no se ha filtrado por los tapices de la tierra el veneno del nacionalismo, pero ya se empiezan a alzar de forma contundente las voces de los ceporros convencidos y los menesterosos intelectuales que quieren separar, según su fanático criterio, a los buenos y a los malos asturianos, lo auténtico de lo corrompido, en función del apoyo o no a la imposición del bable como lengua cooficial.
Por la lengua se cuelan muchos
atavismos dañinos. Ahí está el origen de demasiadas disputas que
acaban expulsando del sistema y de la vida civil a todo el que se
resista a ser sujeto de prueba en prácticas como asfixiantes
inmersiones o ingenierías sociales. Poco a poco, sin prisa pero sin
pausa.
Porque los comisarios políticos que espían en los patios
de las escuelas catalanas lo que hablan los niños en sus juegos no
empezaron siendo unos totalitarios del lenguaje, ni el proceso de
nazificación se implantó de la noche a la mañana.
Y es que lo intolerable no es el nacionalismo (con su atraso pergeñado por lecciones de mala historia), sino su poder político. El ganar concesiones a gobiernos cobardes y claudicantes.
Si derechos y deberes contribuyen a igualarnos, siempre se justifican las violaciones de los derechos individuales en nombre de los derechos colectivos, y por eso el intento de supremacia de determinados farfullos locales busca la separación, lo que en un mundo cada vez más globalizado e interconectado es un suicidio cultural y laboral.
De lengua cooficial (pero no común) a deber patriótico. De sugerencia de conservación folclórica a obligación. Aunque si esa legua fuera tan aceptada, tan normalizada, resulta evidente que no haría falta imponerla con inmersiones abrumadoras y coercitivas, sino que bastaría con ofrecerla como derecho. Sólo hay que obligar aquello que no sale de forma natural. Retorcer el brazo del ciudadano, a base de implantación en las aulas, cambios de toponimías, vandalización de carteles, abrasiva propaganda en las teles autonómicas con cargo al erario público.
A
su vez desdeñan, con asombrosa estulticia, un lenguaje que
desconocen poque no padecen el feo vicio de leer, y no valoran ni
disfrutan de una lengua y una literatura forjada a lo largo de los
siglos, sus complejas razones históricas, referencia de una
hispanoesfera fascinante que recorre la península, cruza el océano
y va desde Florida hasta Tierra de Fuego, y en la que son capaces de
comunicarse 500 millones de personas. Para defender lo propio, el
hecho diferencial, desprecian lo común, que también es suyo. Allá
ellos. Negarse el español es cerrar las puertas a una aventura
humanística que te puede llevar a leer, en su creación original y
sin cambiar ni un ápice en traducciones, desde El Quijote de
Cervantes, pasando por los versos de Quevedo, las Leyendas de Bécquer
hasta las novelas de Juan Marsé, que además era catalán y
despreciaba a los dictadorzuelos de toda índole, desde el franquismo
hasta el catalanismo nazificado.
Dicen
los informes más agoreros que hay un mañana muy cercano donde los
niños apenas sabrán usar la gramática, ni conocer el léxico, ni
dominar la ortografía. Los estudios incluso hablan de la generación
más tonta de la historia, debido a “la fábrica de cretinos
digitales” con un coeficiente intelectual más bajo que el de sus
padres. Serán formados sin criterio, capacidad de decisión,
herramientas culturales que les ayuden a entender un mundo complejo
que hunde sus raíces en la tradición escrita.
Idiotizado por las redes, notablemente salvaje, renegando del español, al niño que además de con un iPad bajo el brazo nace en una región nacionalista, le augura un negro futuro, ágrafo y chauvinista.
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