Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital
Un fallo en el sistema límbico, que gobierna la expresión de las emociones en el lóbulo prefrontal del cerebro, caracteriza la mente dañada de los psicópatas. A Pedro Sánchez se le ha tildado alguna vez así (“el psicópata de la Moncloa” es el epíteto que usa Federico), dada la ausencia total de sentimientos que parece procesar, obrando tan solo en formas que le consoliden en el poder, y esa capacidad asombrosa para la mentira y el cinismo al más alto nivel, sin que el sonrojo asome por ningún lado. La estructura cerebral de los mentirosos patológicos dispone de un 14% menos de sustancia gris (doctor Dan Ariely) y hay avances bastante esclarecedores sobre el asunto.
Pero lo más
interesante de Pedro Sánchez no es su cerebro, son sus votantes.
Devotos de causas firmes, como Sánchez no ha dicho nunca nada que no
fuera, tarde o temprano, mentira, uno se puede hacer una idea
bastante nítida de las tragaderas de sus seguidores. De la
importancia que le dan a la objetividad de la existencia en los
hechos cotidianos que conforman su vínculo con la política y la
sociedad. Esos socialistas de piñón fijo y prietas las filas. Los
de las neuronas desvencijadas. Establecen con la realidad una
relación, cuanto menos, compleja.
Hipocresía, autoengaño o
firme convicción, el votante socialista (o pedrista) sigue siendo
para mí un misterio, a estas alturas de la legislatura y de la
propia vida e historia del partido.
Se revuelven cuanto pueden,
como gatos panza arriba, con obstinada ferocidad, antes que aceptar
esa realidad que muchas veces les termina pasando por encima. Ellos a
lo suyo, impertérritos. Pudiendo defender una cosa y la contraria,
si así los dispone el presidente y sus secuaces mediáticos. Lo
mismo te justifican una de las peores gestiones de la pandemia de
todo Occidente como hacen escalofriante encaje de bolillos para darle
legitimidad al pacto con los proetarras de Bildu, sin que la sangre
de tantos asesinados les salpique la conciencia.
El pedrette
tiene mucho del antiguo fanboy
(o fangirl, seamos
inclusivos) del Pablo Iglesias de primera ola, cuando le salían los
entusiastas a millones (cinco, concretamente) y que muchos fueron
reculando al ver las hechuras reales del tipo, porque, claro, no se
podía saber.
La influencia de los medios de comunicación es
notable, y allí la verdad o la mentira son conceptos líquidos que
fluyen según el interés o el enfoque, y que tampoco garantizan el
ejercicio de la libertad de expresión. Cuando una falsa denuncia en
Malasaña que encaja perfectamente con el relato de la ideología
imperante hace que el Gobierno convoque un gabinete de emergencia (y
una manifestación en Sol), y la brutal agresión a una menor en
Igualada apenas tiene repercusión, estamos ante algo peor que una
mala praxis periodística; se trata de la creación de un relato y de
una manera de influenciar en la sociedad para explicar qué es digno
de uso y qué no, a qué casos se les puede sacar rastrero partido,
cuál es la manera más rápida de llegar a la fibra de los más
tontos de cada casa, que dejan su raciocinio a expensas del
sometimiento ciego a un líder político, a un partido o a unos
lemas.
La devastación perpetrada
en esas mentes por parte del adoctrinamiento y el agitprop nos coloca
a veces en situaciones incómodas, cuando, ante uno de estos sujetos
dignos de estudios y evaluación, uno piensa en Chesterton, que
anticipaba la llegada del día en que sería preciso desenvainar una
espada por afirmar que el pasto es verde. Porque la mente asolada por
maniqueísmos no sólo ha renegado de contemplar el mundo con una
mirada propia, además tiene el arrojo que le dispensa la ignorancia
satisfecha y complacida, y embiste como las nueve cabezas de Machado;
interpela, ataca o contraataca, impotente en sus argumentos, le queda
la fuerza que le otorgan la estupidez y el fanatismo.
Y los escépticos y
librepensadores sólo contamos con la devaluada espada de la razón.
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