15 de marzo de 2024

La culpa social

 



Artículo publicado originalmente en La Nueva España

Es inevitable que aflore, con el país sumergido de lleno en el lodazal de la corrupción a gran escala y la degradación institucional, ese sentimiento de fracaso colectivo, la sensación desoladora al constatar la gran derrota de una sociedad estólida y a menudo adocenada, proclive al esquilme impune por parte de sus más pérfidos gobernantes. Nos están pasando de pitón a pitón, vapuleados y a la vez pagando el precio de un sistema viciado hasta la náusea.

El ciudadano medio que no esté en el redil del oficialismo y palmeros, soporta el vodevil de mentiras, rapiña y el desfalco que arrambla voraz, sabiendo que la historia siempre se repite al unísono como farsa y como tragedia, de modo cíclico, como una suerte de maldición bíblica arrojada sobre España con una mueca burlona, para que esa podredumbre figure en nuestra idiosincrasia, con forma de marca indeleble. El estigma español, la perversión de votar a quienes nos arruinan y saquean; y tratar de buscar una justificación o una respuesta que arroje consuelo sobre el desencanto.

Estos días aciagos, uno puede ver pasar la historia ante él, mientras se están escribiendo algunas de las páginas más negras, esperpénticas y tragicómicas del almanaque de la ancestral corrupción del partido socialista, de enraizadas costumbres. Hay algo muy casposo en ese nivel de delincuencia, larvada en marisquerías y burdeles y con personajes de una cochambrosa indigencia intelectual, pero también nos golpea por lo abyecto, de una crueldad desmesurada, al negociar mediante tráfico de influencias mordidas millonarias por mascarillas defectuosas, en la mayor tragedia, en número de muertos, sufrida por el pueblo español desde la Guerra Civil.

Los políticos, mal que nos pese, son un reflejo de los millones que son pasados por las urnas a legitimar la maquinaria. Mano de obra indispensable. España va creando su propio sistema totalizador, donde la izquierda aspira a moldear las almas mediante el control del pensamiento, la sexualidad, las expresiones artísticas y los sobornos con los que paga los servicios prestados y los servicios por prestar, a una piara de corresponsales monclovitas que parasitan medios públicos y privados. Construyendo dogmas para el hostigamiento del díscolo e inventando mitologías del terruño para fabricar identidades con las que abrasar al excluido.

El fracaso social, por supuesto; el sometimiento de una ciudadanía encerrada ilegalmente dos veces después de que miles fueran enviados al matadero en nombre del más retorcido feminismo. La pérdida de libertades mientras van ganando cada vez más peso los espacios políticos disfrazados de modernidad radical y casi siempre reaccionarios, uniendo su destino a un escuadrón de nulidades que esconden vidas sórdidas, terribles, e incluso delictivas. Dejándose seducir por un impostor astuto y ambicioso, tan arrogante como desprovisto de emociones, pero capaz de movilizar lealtades ideológicas y tener a sueldo sectores mediáticos afines para instalar y consolidar su propio relato.

Dicen los que mejor memoria tienen que todo cambió para siempre un fatídico 11 de marzo de hace ya dos décadas. Cuánto dolor sepultado por capas de miseria moral. Yo pienso más en aquel proceso en la sentina de Sol que aspiraba a la vuelta de tuerca sobre la vieja política: el 15M pretendía encontrar por fin la playa bajo los adoquines, y en su baldía búsqueda del esplendor en la hierba trajo una sociedad mucho más polarizada y una nueva casta política más histriónica e ineficiente, nuevos charlatanes, bronquistas y embaucadores, con las mismas ambiciones y el mismo afán de enriquecerse para costear casoplones y piscinas, gracias a los dóciles indocumentados que ignoraban cuál es siempre el fin último del populismo.

Insisto: todo ese esperpento es validado por los votos. Compinches necesarios. Aquí nadie es inocente de nada. Pero cabe señalar, por complicidad directa, a esos entusiastas ciudadanos de la superioridad moral, aguerridos defensores del progresismo que están convenientemente convencidos de formar parte de una cruzada contra la ultraderecha, y gracias a su noble gesto en las urnas forman parte de esa legión antifascista que ha parado los pies a un nuevo advenimiento, y engrosan así la famélica legión del Gobierno de la gente. Legitimadores de lo indefendible. Benditos sean. Pocas veces hemos pagado tan caro el hegemonismo de la estupidez.

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