31 de agosto de 2009

Miradas de cámara: Raoul walsh



No es de extrañar que un conocido canal de cable emita un documental de Raoul Walsh bajo el título “Los hombres que inventaron las películas”. Cuando se quiere disfrutar del cine que nos hizo enamorarnos desde pequeños, cuando queremos recordar por qué entramos en este vicio, cuando todo lo demás decepciona, volvemos a las películas de tipos como Walsh en busca de la evasión, del goce permanente durante unas horas, del hipnótico estado de disfrute del arte frente a una pantalla, del buen cine clásico de mano de uno de los realizadores que con más maestría dirigió y expresó tras la cámara sentimientos y hermosura visual.
Además, el hombre del parche fue quién le puso a Marion Robert Morrison el nombre de John Wayne. Nada menos. Fue quién le dio imagen en su primera película a un Duque de 23 años en La gran jornada.
El ladrón de Bagdad siempre es citada por su innovación en el cine de su época y una referencia de partida.
A finales de los años 30, cuando Humphrey Bogart era un habitual en papeles secundarios, Raoul Walsh le dio más de lo mismo en su primera asociación con la Warner: el ascenso, esplendor y decadencia de un gangster protagonizado por un James Cagney en estado de gracia en la imprescindible Los violentos años 20. Pero fue el propio director el que encumbró a Bogart en El último refugio, ya iniciada su exitosa década de los 40.
Murieron con las botas puestas es el paradigma y ejemplo de una forma de cine ya desaparecida. Errol Flynn, Olivia de Havilland y Arthur Kennedy en la mítica batalla de Little Big Horn, con un prematuro Anthonny Quinn interpretando a Caballo loco.
En su mayor gloria y esplendor, Error Flynn se pondría el casco en Objetivo: Birmania.
Tiene algo fascinante el amor fugitivo y derrotista de la pareja protagonista de Juntos hasta la muerte, remake de El último refugio que pone a Joel MacCrea y Virgina Mayo en el último abrazo final.
Esa forma de entender la vida y la muerte es un nexo común de las películas de Walsh, con unos personajes que muestran a menudo sus mejores y peores cualidades, pero que siempre acaban conmoviendo en su epílogo, bajo imágenes románticas por su belleza de un blanco y negro y una fotografía marca de la casa.
Al rojo vivo es probablemente una de las dos o tres mejores películas de cine negro de la historia, una nueva obra maestra que pone de nuevo a Cagney un lugar en la meca de la interpretación. Nunca una cara fue tan peculiar, tan llena de maldad y astucia.
El western típico en Walsh tiene el contundente aprobado en Camino de la horca, Tambores lejanos y Rebelión en el fuerte.
Otra estrella como Clark Gable tampoco escapó a la fascinación de rodar con el genio, y en Los implacables, Un rey para cuatro reinas y La esclava libre logró esa perfección que tanto le caracterizaba.
Más allá de las lágrimas o Un león en las calles son películas menores pero en las que siempre se haya rastos del inconfundible tuerto, uno de los culpables indiscutibles de que el cine se denomine séptimo arte.

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