28 de agosto de 2012

Ella




Cada vez tengo más claro que estar cerca del mar es sinónimo de felicidad. Y compadezco a quien no puede permanecer, acercarse hasta esas orillas o darse una aventura agua adentro.
Uno se reconoce allí, contemplando esa inmensidad, en su propia soledad y silencio, o con las olas rompiendo contra las rocas y el viento soplando en las jarcias. Allí donde empieza la verdadera libertad del ausente, o del que espera toda la semana en el trabajo, tierra adentro, para escaparse en cuanto puede al mar con una pequeña lanchita y una caña. Y conseguir largarse a redescubrir esa especie de paz interior, y poder hacerlo sin torcer la mirada hacia lo más oscuro y necio de nuestras vivencias.

La mar (en género así, femenino, que le está permitido a marinos y pescadores, gente del oficio) guarda sensaciones, olores e imágenes que permanecen inalterables en la memoria, y a menudo regresas a ellos y te llevan en volandas a cualquier tarde de julio cerca de un atardecer y una chica bonita. Uno de esos atardeceres y una de esas chicas que justifican un día, un verano o una vida.
Y por eso asocio la felicidad a poder acudir siempre que se desee a la implacable belleza de un territorio diferente. La luna recortada en la arena de la playa, la serenidad de ver un puerto en la noche desde la cubierta.
A la mar se va sin internet, sin televisión, sin nada que te recuerde el enloquecido mundo de adentro. A cambio puedes sentarte allí donde las fronteras del mundo desaparecen para mezclarse con los sueños. Es decir, en las novelas. Melville, Stevenson, O'Brian. Bagaje literario que cualquier apasionado del mar tiene como sustento para mirar esas aguas después de darse un paseo por sus páginas.
Y uno siempre cree adivinar en algún punto del horizonte la silueta difusa de una isla, e imagina que es una a la que poder escaparse con el amor de tu vida lejos de los malos, como en la novela de Joseph Conrad, Victoria.

Si alguna vez me pierdo y desaparezco sin previo aviso, irme a buscar a esas orillas. Quizás alguien me vea sentado en una terraza con vistas a una playa escarpada, tomando una cerveza acompañada de una tapa de boquerones a la plancha, unos calamares o un puñado de bígaros.
El agua vista con el sol parece transmitir vida y júbilo, con los rayos reflejándose sobre la superficie y expandiéndose en mil colores. Y en invierno la lluvia contamina de una vaga tristeza. Conoces las formas en que se manifiesta el mar de la misma manera que conoces tus estados de ánimo.
La forma recortada de ciertas costas me evoca a la niñez. Cuando dejábamos que Jesús el de Casa Román nos llevara en su lancha hasta bien entrada la tarde. Entonces de noche nos despachaba y se iba a los pedreros a pescar, y volvía al amanecer cansado y sin afeitar, mientras su mujer, una hembra madura de armas tomar muy bien proporcionada, le esperaba en el embarcadero para llevarle el desayuno.
Y nosotros allí, jóvenes imberbes, mirando aquellas enormes tetas como quien mira a Dios, no decíamos ni pío por el respeto reverencial que le teníamos a ese tío, un auténtico hombre de las aguas; sabía del mar y de la vida, y nosotros sabíamos de sobra la diferencia entre un dominguero del mar y un lobo de mar, cuando la costa no es ladrillazo, hoteles y especulación local, y los navegantes no son tontolculus paseándose con naúticos entre las regatas y jugando a ser marinos en sus pijoyates de esloras largas. Sino que huele a algas, a salitre, a brisa de otoño, a cebo de sedal, palangres, barcas varadas en la arena, o el carburante de un mercante que navega rumbo oeste. A rumor de resaca y restos de naufragio. Memoria de otros tiempos. De ti mismo, quizás, cuando también eras otro. Aunque todo sigua casi igual en la vieja, inmensa y sabia patria.
Sólo lo comprende el que se ha criado y ha crecido allí. Por eso cuando llegaba alguien de la gran ciudad a pasar los veranos, elegíamos con muy mala idea un día de fuerte marejada para que diera una vuelta un par de millas al norte. Y volvía pálido y desencajado, echando la papilla por la boca y jurando no volver a subirse en la vida a algo que flote.

De niño, los de casa íbamos a visitar a viejos capitanes, antiguos amigos, al puente de mando de sus buques cuando atracaban en el puerto de Avilés. Y en su cara cuarteada de arrugas y en sus ojos cansados a punto de la jubilación podía leer la nostalgia del que se sabe cerca del retiro, verse relegado para siempre de las guardias y los mares de barbas grises en los días de tormenta. El desplazamiento que sufre el marino obligado a envejecer tierra adentro cuando no logra adaptarse y conseguir otro trabajo rápido, un pequeño velero o una afición ligada a las orilllas.
Y es difícil desengancharse de la relación de amor y de peligro del mar. Porque un capitán de la marina mercante, un marino de verdad, como ya insinué antes, no se pasea dominguero en su yate vestido con una camisa de marca y bebe champán caro en lujosos puertos deportivos, sino que aguanta guardias de madrugada en noches cerradas, sale a colocar estachas con temporales infernales, traza el rumbo y la posición en medio de la supuesta nada, pasa meses enteros fuera de casa y días sin ver más que la masa enorme de agua y lidia con tripulación y oficiales complicados, bebedores y duros.

Y con menor intensidad, las gentes que viven asomados a la costa, que se levantan por las mañanas y tienen las mareas a la vista, no pueden vivir sin su paseo vespertino casi lamiendo el oleaje. Si los metes demasiados días consecutivos en el interior de una ciudad se vuelven huraños, inquietos, aburridos.
En el pueblo donde yo me crié hay un cementerio en una colina que está bañada por el mar. Después de pasar toda su vida a la orilla, la gente del lugar, cuando dice adiós muy buenas, se hace enterrar allí, como si en su noche eterna quisieran seguir oliendo el salitre, bajo el manto de estrellas.

1 comentario:

  1. Que texto tan precioso, que inspiración... Me ha encantado.

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