Suele existir una delicada
relación entre el escritor, su obra y sus opiniones políticas.
No
todos consideran necesario adquirir el compromiso intelectual de
posicionarse sobre el estado de las cosas. Algunos son unos
admirables creadores de ficciones, pero cuya producción literaria no
se ve acompañada de un compromiso social. También los hay que
camuflan son limitadas capacidades artísticas con una furibunda y
exagerada militancia política, y acaban más preocupados en escribir
tuits incendiarios y controvertidos que en pergeñar novelas.
En ese sentido, Mario
Vargas Llosa es de los autores que, de un tiempo a esta parte, se han
posicionado a favor de la libertad, pagando el incómodo aunque
asumible peaje del odio de aquellos que braman cegados siempre por
prejuicios y sesgo ideológico, que desprecian todo lo que ignoran y
además, por la fuerza de la costumbre, descalifican a quien no se
adquiera a ciertos mantras inoculados en una parte de la sociedad que
se ha rendido sin reservas al marxismo cultural.
Como muchos otros que
hicieron ese mismo viaje redentor, Vargas Llosa comenzó militando en
el potente comunismo latinoamericano, hasta que las atrocidades
liberticidas de la revolución cubana le hicieron colgar los hábitos
de la fe del hombre nuevo.
Tras una fecunda carrera repleta de obras memorables y alguna que otra mediocridad tediosa, plasmó un repaso a su vida intelectual en “La Llamada de la tribu”, como un homenaje también a los pensadores que le ayudaron a clarear su mente y poner en orden las ideas que ahora mecen a un liberal convencido, de los de verdad: que argumenta de palabra contra el nacionalpopulismo y a su vez trata de hacer entender que el fanatismo religioso no es compatible con el humanismo secular ni con las democracias modernas, y éstas sólo adquieran su máxima expresión si disfrutan de un sistema laico.
Tras una fecunda carrera repleta de obras memorables y alguna que otra mediocridad tediosa, plasmó un repaso a su vida intelectual en “La Llamada de la tribu”, como un homenaje también a los pensadores que le ayudaron a clarear su mente y poner en orden las ideas que ahora mecen a un liberal convencido, de los de verdad: que argumenta de palabra contra el nacionalpopulismo y a su vez trata de hacer entender que el fanatismo religioso no es compatible con el humanismo secular ni con las democracias modernas, y éstas sólo adquieran su máxima expresión si disfrutan de un sistema laico.
Por eso resultan tan
delirantes los ataques de los talibanes izquierdistas falsamente
tolerantes, esos tarugos guardianes de la moral, inquisidores del
siglo XXI, que ven en Mario una especie de ultraderechista peligroso.
Calumnias incomprensibles nada menos que hacia el hombre que escribió
una de las novelas más crudas y hermosas contra los excesos del
autoritarismo y la dictadura en 'La fiesta del chivo'. Que vio su
Perú natal devastado por las políticas populistas de Alán García
y fue vilipendiado por un personaje tan grotesco como Alberto
Fujimori, cuando el futuro Nobel se postuló a Presidente de su país
en 1990. No es fácil pelear por un entorno libre de corrupción y
prohibiciones. Nacionalizado español, Mariourr Vargas Llosa es
testigo de un cambio cultural, que castiga la diversidad de
opiniones, cercena la libertad de expresión y se desliza cada vez
más hacia el totalitarismo de izquierdas que tan bien conoce y del
que alerta.
¿En qué momento se jodió
el Perú? Es la pregunta que se lanza desde “Conversación en la
Catedral” como un interrogante retórico. Eso mismo, aplicado en
España, parecería un frío presagio y una tentación, la de cambiar
el Perú del ochenio de Manuel Apolinario Odría por este país
ibérico donde la ineptitud de los gobernantes y la mala fe de los
secuaces parecen ir envileciendo la vida entera.
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