18 de agosto de 2020

La última generación

 


Paso todos los años unos días alejado de Madrid, alejado también de la pequeña capital de provincia de la que soy oriundo, para exiliarme al lado del mar del norte y tener para mí ese tiempo tan necesario, para actividades tan denostadas como leer o pasear sin reloj, ni móvil, ni mensajes, ni políticos, ni llamadas de trabajo. 
Ajeno también a ciertas estupideces contemporáneas y otros engorros del nuevo milenio. Siempre hay un lugar para el que no se siente del todo cómodo con los tiempos actuales. Sólo has de encontrarlo y hacerlo tuyo. Sirve de parapeto y de refugio. Una isla de Elba voluntaria en la que descansar antes de regresar a la batalla.

Allí, en mi Ítaca particular, aún perviven los rincones que moldearon mi infancia, hasta el punto de idealizar aquellos interminables meses estivales donde apurábamos el día y la inocencia, mientras la adolescencia iba llamando a la puerta un poco más contundente cada mes de agosto donde nunca se apagaba la luz; hasta que los años y la vida terminaron por alejar a la pandilla, que nunca volvió a ser la misma desde que la carta de la muerte se cruzó en nuestro camino, saliendo de forma inesperada en la baraja fatal de la existencia de esa chica que nunca cumplirá los 28.
Entonces ninguno teníamos móviles -ni puta falta que hacía- y las guerras en las videoconsolas que ahora idiotizan a los chavales eran al aire libre con palos que simulaban metralletas y boñigas de vaca lanzadas a bocajarro a modo de granadas de mano. Ahí jugaba un yo que fui, que ya no existe. Como tantas cosas que fueron y que nunca más serán.

Aunque cagatintas sin vocación esputan banalidades y estupideces supuestamente profundas, y en un mundillo editorial en el que cualquier cantamañanas publica libros de autoayuda con misticismo de garrafón y espiritualidad de taza de café, a mí me consuela y reconforta lo más mundano: sentarme junto a mi abuela y escuchar las historias que aún están en su cabeza, antes de que el inexorable diluir de los acontecimientos las borre para siempre.
Historias y hechos que nadie le tuvo que contar, porque los vivió. Guerras que se perdieron (hay que cerrar ciertos capítulos, claro, pero antes conviene leérselos), 
trabajo duro encalleciendo las manos, familias numerosas cuando tres no eran multitud, opiniones reprimidas, esposas abnegadas pero corajudas, una forma de entender todo lo bueno y lo malo de un siglo XX que nos marcó, porque de ahí venimos. Venimos del campo y de la madrugada al cantar del gallo, de las casas sin agua corriente, de la hierba amontonada, la tierra cultivada, los animales como una forma natural de criar y matar, de caminos embarrados donde ahora discurren autopistas.

Y si queremos retroceder un poco más, entonces hagamos hablar a nuestro abuelos de los suyos propios, y nos meteremos de lleno ya en el XIX, en una España que no reconoceríamos y que nos parece tan lejana como la de los Reyes Católicos. Pero está ahí, a la vuelta de la esquina, al doblar la rama de un par de generaciones que escalemos en el árbol genealógico.

Pienso en el tiempo y en esa historia que se extingue y se diluye irremediablemente, la memoria que se mantiene, tenue como la llama de una vela, un segundo antes de apagarse para siempre, llevándose con ella todo lo que conoció; la generación de mis abuelos es el último tercio en pie de un mundo que desaparece, fagocitado por otro, más prosaico, más estresado, que vive para la inmediatez, los estímulos fáciles, el postureo de redes sociales, los sentimientos de usar y tirar, el sexo en pantalla de bolsillo, los viajes low cost a toda hostia para ver sin mirar y fotografiar todo aquello que pronto se olvidará.

Me niego a ignorar el legado de una época y unas décadas que sólo nos parecen fotos que amarillean en un cajón, ropas de otros mundos, recuerdos que se desvanecen cuando ellos abandonan este mundo, a veces apurando sus realidades mientras se marchitan ignorados por familiares egoístas e ingratos. O indiferentes. Indiferentes y desinteresados, que no se acercan con afecto a esas caras curtidas como el cuero que se dobla sin romper, para escuchar todo lo que aún guardan sus vidas, su necrópolis biográfica llena de cadáveres a los que les ganaron la partida, porque aún siguen aquí pero ya tienen a más gente en el otro lado que en éste.

Escuchar y así poder saber de personas que convivieron con ellos en el mismo espacio y al mismo tiempo, revivir las anécdotas de los ausentes, asimilar que otros muchos estuvieron por los mismos sitos que ahora piso, contemplando el mismo horizonte, con parecidos anhelos, inquietudes, tribulaciones, amoríos, desencantos y supervivencias. 
Como todo lo que me rodea. Este mismo trozo de tierra en el que otros se criaron, vivieron y murieron. Padres, abuelos, hermanos de, generaciones enteras que solo son una nota a pie de página en las crónicas. Un breve lapso en el devenir de la historia.
Tal vez nos creamos algo, pero al final nosotros también seremos sombras. Un recuerdo en los labios de nuestros descendientes, una anécdota que contar, una carta en un armario, un nombre que no les diga demasiado.

Y me quedo un rato más en la terraza, creyendo intuir en mi nonagenario abuelo un gesto de ternura. Ya no sé lo que aún pervive dentro de él, pero a veces murmura el nombre de familiares que hace muchos años que transitan únicamente el lugar de la bruma y la evocación. Supongo que para él siguen tan vivos como el postrero día en que los vio, aunque dejen un vacío físico casi lacerante.
Y allí permanezco un poco más, consciente de mi ridícula insignificancia cuando miro el mar que nos sobrevivirá, sonrío y me recuesto sobre la silla, captando en la piel los restos del sol del último verano.

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