13 de marzo de 2021

Madrid



Igual que no se puede detener la primavera, afirmaban Neruda y Tom Waits, y como no hay primavera como la de la Villa y Corte, renaciendo al albor de la nueva estación que ya asoma, se llenan las calles de vida y de ganas de vivir, pues en pocos sitios se vive como en Madrid.
Los estudiantes y los jubilados, las familias y los solteros de cualquier tendencia, el conservador y el libertino, todos tienen su sitio en la ciudad que no se diferencia mucho de aquella que cantó Sabina y que hoy tiene en Díaz Ayuso su nueva heroína.
Entre la existencia rauda de los turistas de paso y el tranquilo caminar de los gatos de varias generaciones de chulapos, los que somos de cualquier otra parte sentimos la casa donde hemos quemado noches inolvidables y algún día para olvidar, y notamos el pulso de la capital latir por encima del manto lúgubre e invisible del virus, que no ha conseguido torcer el brazo del viejo y cautivador poblachón manchego.

Aún es posible sonreír al sol de marzo y salir a tomar unas cañas sin que pongan límites a tu felicidad castiza de piropo retrechero.
Recorrer su aceras y sus avenidas que esconden secretos ocultos a plena luz del día. Y la juventud impenitente que persigue las fiestas clandestinas de los pisos y los locales de dudosa licencia, para crear ese espejismo hedonista, ese oasis donde no existan la enfermedad ni las restricciones, y hasta es posible seguirle los pasos a la madrugada por Malasaña y otros templos de la modernidad donde imperan las ideologías trasnochadas. Nos hemos movido impunemente entre los sitios más caros de “postureo” o buen paladar y los antros de garrafón y penumbra, empeñados en explorar el vientre de la ciudad, lleno de contrastes que a nadie escandalizan.
Con los museos y los cines abiertos, con la hostelería sobreviviendo como puede pero sin que se empeñen en darle la estocada final, hoy las clases populares, patrimonio secuestrado por el progrerío rancio, tienen en Ayuso la nueva figura de referencia, guardiana de las esencias madrileñas y de su espíritu indómito, renaciendo tras el desolado paisaje. El fugitivo se sigue queriendo bajar en Atocha. O en Chamartín.

Con los obsesivos del hecho diferencial haciendo de las suyas en otras geografías, la acertada frase de que a Madrid se viene a que te dejen en paz tiene más sentido crucial que nunca. Rompeolas de culturas, sin identidad definida porque todas tienen cabida, no existe el nacionalismo madrileño que se quiere sacar de la manga la cateta izquierda plurinacional.
La prosperidad que viene cosida a las democracias liberales, espantando de Sol desde hace un cuarto de siglo la miseria y la involución que llegan de la mano de los enemigos de la libertad que hoy encarnan Errejón y otros chicos del montón, el clan impositivo, los cansinos colectivistas que quieren una sociedad estabulada, todos dogmatizados, todos igual de tontos.
No cabe discusión posible, si alguien quiere comprobar en lo que no desea convertirse Madrid, que eche un ojo a su diestra y contemple las ruinas humeantes de su vecina Barcelona. En lo que ha transformado la ciudad condal la indescriptible Ada Colau.

Mientras los populismos ensombrecen, como un mal augurio, las luces de un firmamento sin estrellas, los ciudadanos salen a sus calles, plazas y parques a clamar que quieren seguir siendo libres, libres del infierno fiscal, libres del zarpazo bolivariano que algunos disfrazan de cálidos vientos, libres de visiones reduccionistas y paletas de los cenobios étnicos, libres para trabajar, avanzar, respirar, olvidarse de la muerte que nos ronda y aferrarse a ese pellizco de vida que todavía es posible bajo el cielo de Madrid.

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