Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital.
Se
estuvieron manifestando estos días en Madrid distintas facciones
anti-OTAN, convocadas por IU, el PCE y (más disimuladamente)
Podemos. Aunque no sea necesario repetirlo, conviene recordar que
gran porcentaje de esos organizadores y algunos de los manifestantes
forman parte de la piara gubernamental.
En una disonancia enfermiza,
teníamos pues a medio Gobierno promocionando la cumbre y sus
bondades y al otro medio justo lo contrario, berreando consignas en
la calle, envueltos en banderas rojas, tricolores, arcoíris y lo que
tocase. Que las banderas sólo son un trapo, pero sólo algunas.
Como me pillaba cerca de donde vivo, me acerqué con curiosidad más antropológica que periodística. El despliegue de símbolos y enseñas en desuso daban un aspecto anacrónico a la estampa, como de 'Doctor Zhivago', o esa otra de Bertolucci con De Niro y Depardieu, con aquel tramo final tan insoportable.
Una de las cosas que
había que evitar preservar para ser un manifestante en esos días de
cumbre era el sentido del ridículo. Había bastante gente ya
talludita, lo que niega eso de que las canas acaban enderezando los
desvíos de la juventud, pues muchos mantienen de adultos una serie
de siniestras perversiones dogmáticas.
A tenor de lo que vi, se
puede decir que el comunismo es un fracaso ético pero también
estético. Además de intelectual, claro. Es un calamitoso error
ir de modernos y de progres mientras vociferas para tumbar el sistema
capitalista, implantar reformas necesarias en la realidad social que
son un plagio del pensamiento de Friedrich Engels, que no está
precisamente de actualidad.
El
comunismo, culturalmente, sigue teniendo esa romántica connotación
relacionada con la justicia proletaria, la bondad en completa armonía
con el prójimo y la búsqueda de la felicidad humana y por lo tanto,
la superioridad moral del bolchevique por encima del vacuo liberal y
el resto de lo que para ellos es ultraderecha.
Toda esa ilusión y
ese imaginario colectivo tan espurio es la sustancia que mantiene
engrasada la maquinaria del totalitarismo, pues esos cambios siempre
están diseñados no para los demás, sino contra los demás.
Si
ser comunista (o alguna cosa parecida) es casi una prerrogativa del
adolescente, tan impetuoso como descolocado y lleno de certezas que
son incertidumbres, serlo de adulto te lleva directamente a los
terrenos de la banalización del mal, donde la estupidez se ve
gravemente exacerbada por la ideología.
Y para ejemplos, ahí
tenemos las dramáticas carencias educativas de Alberto Garzón, el
sectarismo fanático de Irene Montero, los siniestros contactos
delincuenciales del no menos siniestro Enrique Santiago, la simpleza
biliosa de Echenique, la vacuidad insustancial e insufrible de
Yolanda Díaz, o el enriquecimiento desacomplejado del discursivo
Iglesias, que tanto recuerda al cerdo Napoleón de 'Rebelión en la Granja', pues tenía el gorrino creado por Orwell capacidad para la
oratoria y para incitar a la revolución a los animales proletarios, mientras se
iba quedando con todo en pos del bien de los camaradas, a los que
esquilmaba sin pudor.
A las sociedades hay que imponerles su
particular visión del mundo, y cuando escribo imponer me refiero a
hacerlo de las formas que sean necesarias, incluyendo los asesinatos
en masa y la purga del disidente.
No sé si en los programas
educativos actuales se enseña, si es que se enseña algo, los
delirios criminales de Lenin, los métodos de la KGB, las pulsiones
genocidas de Stalin, el exterminio cultural maoísta, las
ametralladoras apostadas en el muro berlinés y los países
subyugados bajo la bota del Pacto de Varsovia. Que todas esas
ensoñaciones de utopías revolucionarias acabaron en el sótano de
la Lubianka con un tiro en la nuca, en las checas de Madrid,
fusiladas contra un árbol de la sierra cubana o aplastadas en la
plaza de Tiananmén. El ideal de la fe en el hombre nuevo se enfrentó
a la cruda realidad de los tanques en Praga y en Budapest, de la
misma manera que el ultranacionalismo ruso, ese que tantas simpatías
genera entre nuestro putinejos de las manifestaciones, masacra al
pueblo ucraniano.
Y si las críticas a la Alianza Atlántica
pueden ser legítimas y hay que señalar sus errores o excesos, desde
debates razonados y posturas razonables, no es posible hacer algo así
con los de las insignias soviéticas que pululaban por las calles de
Madrid, dada su incapacidad de aceptar la complejidad de las
cosas.
Sin reparar en la dimensión histórica de lo que las
banderas rojas significan, con la hoz y el martillo enarbolado tanto
como reivindicación como amenaza, el grupúsculo anti-OTAN se
dispersa imaginando mundos mejores, allí donde ninguna organización
atlántica de defensa pone trabas a las ilusiones imperialistas de
los gerifaltes de acero.
El problema es que, después de las
calles, algunos ilustres cameos que allí estaban van a cocear al
Congreso.
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