26 de diciembre de 2023

Esa élite corrupta


Muchas veces el cinismo, la arrogancia y la acidez sirven de coraza a las almas sensibles que camuflan de esa manera su melancolía, fatalismo y desencanto de la vida, como ocurre en las buenas novelas negras, los personajes que crearon autores célebres como Chandler o Hammett poseían esos claroscuros. Era también la pose habitual de grandes del cine: Humphey Bogart o Robert Mitchum, que ni siquiera tenía que actuar. Daban vida a personajes inteligentes, complejos, caracterizados por la dureza y la turbiedad emocional, la violencia interna, la posibilidad de redención.

En la vida real de la cotidianidad española en política y periodismo, grandes mecas del cinismo, resulta bastante más chusco. Ellos, los políticos y sus brazos mediáticos, saben que mienten a conciencia, y a su vez nosotros sabemos que mienten, pero el paripé tiene que continuar como si no estuviéramos viendo los hilos de las marionetas.

Aunque dos días antes de las elecciones del pasado julio, el Gobierno en pleno y sus alfiles en los medios descartaban de forma categórica la amnistía al golpismo corrupto catalán y explicaban con denuedo la incostitucionalidad de la misma, cambiadas las necesidades del inquilino de La Moncloa empezaron la campaña del signo opuesto con una impudicia asombrosa, como si las hemeroteca se volatilizaran y al ciudadano se le hubiera aplicado un borrado selectivo de recuerdos.

La única razón para ello es que Pedro Sánchez necesitaba el sí de los siete votos de Junts y su apoyo en la investidura. Pero lo camuflan como si hubieran descubierto de repente las bondades institucionales y judiciales del perdón y su idoneidad, todo en pos de la restauración de la convivencia.

De los políticos socialistas y sus apéndices de la hoz y el martillo poco se espera ya pues la mentira se presupone, y adecuar el discurso y las formas al mantenimiento del poder va implícito en el cargo. Más grave es lo de las terminales de propaganda de ese Gobierno y los periodistas que nutren sus filas, a los que vemos arrastrarse por el fango en un espectáculo pavoroso. Farsantes a tiempo completo, cuestionan el funcionamiento de la legalidad establecida y empeñan su carrera y su credibilidad al destino de su pagador. 

El paso de editoriales, columnas, reportajes y tuits lo marca el presidente del Gobierno, y los demás, que tal vez se creyeron en algún momento eso del periodismo para ser la china en el zapato del poder, obedecen dóciles las directrices, con una uniformidad de opinión que asusta por su indecencia cívica y profesional. 

Hasta los moradores del limbo saben que el periodismo responde a intereses económicos de los que depende, y que sin el chute de ingresos en publicidad y de subvención institucional la mayoría de los medios no podrían sobrevivir, pero seguir a un autócrata y adecuar tu línea periodística para asegurarle a él la renovación del poder es de una abyección que supera la obediencia debida y los compromisos empresariales, con la indisimulada intención de respaldar a gatas al Gobierno.

Además, pone en riego derechos y libertades de todos los españoles y entorpecen el progreso y la prosperidad pública; muchos de ellos, al pertenecer a la élite periodística del país (por su visibilidad mediática) y comportarse únicamente como esbirros a sueldo del poder, cierran el paso a otro individuos éticamente competentes y profesionalmente comprometidos, sin ese gregarismo embrutecedor y mercadeo político.

La perversión de los medios de comunicación modifica de forma dramática la calidad de nuestra democracia, y contribuye a hipotecar el pensamiento de nuevas generaciones de españoles que crecerán con el convencimiento de que el periodismo sólo es el medio de amplificación de la voz de su amo, pudiendo mudar las decisiones más importantes sobre el devenir del país, incluida su soberanía nacional, si así se satisfacen los deseos mandatarios.

Esa ruptura emocional la estamos viviendo en la sumisión humillante de periodistas de renombre que muestra las peores artes operando desde una perspectiva dogmática, pues además sus crónicas no vienen del razonamiento o la reflexión sino del puro servilismo, motivo por el que sueltan toda esa calderilla retórica donde pierden la perspectiva moral y la dignidad personal. 

Con qué autoridad alzan la voz entonces con lo que pasa en Ferraz y cualquier disturbio derivado, si han defendido el reconocimiento del Estado de que nunca debió combatir punitivamente el incendio de las calles con actos violentos considerados como terroristas.

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