30 de enero de 2024

Ese mundo desaparecido




Creo haber visto casi todas las imágenes que merecen la pena de la época dorada del cine, y ese rejuvenecer que se extiende hasta los gloriosos 70, donde un puñado de entusiastas de lo clásico y aprendices de los maestros redefinieron algunos conceptos del séptimo arte.

Me refiero a fotos promocionales, detrás del escenario, robados en fiestas de glamour y oropel, un descanso del rodaje, la mirada más personal a los dioses del celuloide. Sin embargo, me topo por casualidad con una que me resulta inédita, y me entusiasma el feliz hallazgo. Es gente a la que siento cercana, pues me llevan haciendo inmejorable compañía durante toda mi vida, desde que era pequeñito. Son Lee MarvinJames CoburnKaty Jurado y Sam Peckinpah.

Es del año 1981, y a Peckinpah le quedaban poco más de tres años de vida y a Marvin seis. Katy Jurado y James Coburn llegarían a ver el año 2000, ya alejados del cine.
En los primeros 80, esa hedonista, epicúrea y talentosa banda de la foto ya había hecho todo lo grande que llegarían a realizar, y venían por detrás jóvenes nombres como CoppolaScorseseDe PalmaSpielbergPacino, RedfordCruiseHoffmanDe Niro...autores y actores que siguen más o menos en activo hoy día.

Los de la imagen, sin embargo, estaban viviendo su propio crepúsculo tras una prolífica e intensa carrera, apurando la vida hasta el último sorbo y sin nada ya que demostrar, cuando todo lo bueno es ya anterior. Gente con el arte de vivir como una manera de ser y de estar, apegados a los viejos códigos, las añejas maneras de un universo en el que habitaron y que se les escapaba entre los dedos, conscientes tal vez de su instante perecedero y ser fotogramas de otra época, como espectros danzantes atrapados en un tiempo pretérito, intuyendo seguramente que esa cosa tan incontrolable llamada modernidad pronto les dejaría como grietas del pasado.

En la pantalla, daban sensación de autenticidad, de épica, de dignidad ante el fracaso, desafiando convenciones y corsés, personalidades con muchas zonas de sombra, atormentados, cínicos o salvajes, tipos duros y mujeres de un coraje descomunal.
El cine ha rodado muchas escenas hermosas, y los protagonistas de esa foto han tenido que ver en algunas de las mejores. Fueron partícipes de la historia.

Siempre se me pone la piel de gallina recordando la perdurable imagen de Katy Jurado viendo morir a su hombre, en un atardecer de pólvora y sangre mientra suena Bob Dylan. Estamos hablando de una mujer que en Hollywood supo lo que es compartir cartel con Gary Cooper cuando lo dejaron solo ante el peligro, que hizo que saltaran chispas junto a Antohny Quinn en su tormentosa relación en pantalla y tuvo su trama en El rostro impenetrable, protagonizada y dirigida por un tal Marlon Brando. La señora Jurado estuvo casada con Ernest Borgnine, el entrañable y oscarizado Marty, aunque siempre será recordado como el inseparable secuaz de Pike Bishop, sonriendo y amartillando las armas en el tenso silencio, cuando asumen que ahí termina su camino, en una carnicería que mande a justos y pecadores de un golpe de rabia hacia el infierno.

La música y las sensaciones que se erizan, cuando el Pat Garrett que encarnó James Coburn se aleja despacio en la grupa, después de matar a su amigo y encajando el desprecio de un niño que tira piedras a la sombra de su caballo. Qué difícil es encontrar hoy actores que desprenden la autenticidad de Coburn en pantalla, alguien que se estrenó con el artesano Budd Boetticher en unos de esos westerns de bajo presupuesto pero inmemso poder narrativo. La rudeza, la dureza o el desamparo eran señas de identidad de Coburn. Hay que tener en cuenta que los taquillazos comerciales de su época eran películas como Los 7 magníficos y La gran evasión, para hacernos una idea. Así, encarnó desde el soldado obtuso y vencido de La cruz de hierro hasta el violento y alcohólico padre de Nick Nolte en la pesarosa Aflicción.

Lee Marvin, por su parte, rodó con Fritz Lang (la obra maestra Los sobornados), hizo de tipo indeseable con John Sturges y Boetticher (vean las magníficas Conspiración del silencio y Seven men from now) a las órdenes de Robert Aldrich o del añorado Richard Brooks en ese western descomunal que es Los profesionales, donde Burt LancasterClaudia Cardinale y Jack Palance completaban un elenco entre lo lírico, lo violento y lo carnal.
Y, sobre todo, lo recordamos como el facineroso Liberty Valance, dispuesto a matarse con John Wayne por un filete, en la más desoladora y hermosa película de John Ford, o aquel hombre en desarraigo existencial que cantando con voz aguardentosa comprende que su camino y su destino están ligados al de una estrella errante, en la maravillosa La leyenda de la ciudad sin nombre.

De Sam Peckinpah no se puede escribir con objetividad o desprovisto de pasión (si acaso eso es posible cuando se escribe de cine), pues su filmografía tiene algunas de las películas que más influyeron en mi vida, y a veces llegaron a cambiarla. Los códigos de la amistad o el honor llevados hasta las últimas consecuencias, o decidir buscar la catarsis y la redención a través de un camino de violencia cuando sabes que tu próxima parada sólo puede ser el cementerio.

Peckinpah fue un indomable outsider, alguien con una capacidad innata para retratar la violencia con causa, la de los perdedores sin gloria pero demasiado humanos, complejos, tiernos o rufianes, incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos que, como Peckinpah, prefieren buscar su ocaso antes de la llegada de la modernidad. El puto Sam fue descarnado y poético, excesivo, transgresor; se enamoró del fracaso, abrió fuego y llenó de polvo sus películas, su nariz y sus pulmones. Es uno de los auténticamente grandes, y sus imitadores y supuestos discípulos son insoportables, aunque tengan tanto prestigio como Tarantino.

Miro la foto y todo lo que implica. Lo que representa y sugiere. Películas que labraron nuestra existencia y que en cada nuevo visionado ellas son otras porque nosotros también somos otros. Cada vez que me acerco de nuevo a ciertas obras, en distintos momentos de mi vida, me abren nuevos caminos por los que recorrerlas, otras claves con las que interpretarlas. Envejeciendo a mi ritmo. Porque uno lleva escenas tatuadas a recuerdos, sabes en ése o aquel visionado dónde estaba y con quién, qué edad tenía, si mi presente entones era plácido o turbulento, qué era lo más reseñable entonces de mi biografía y lo que esperaba de ella.

Esas conversaciones sobre cine, esa actriz que te recuerda a esa pasión perdida, y cuya luz hace mucho tiempo que dejó de brillar, como la nebulosa del amor del primer verano.
Lo que la fotografía evoca es un mundo no vivido de cantinas del Oeste pero también de aquello que pudimos catar: bares de jazz y humo de tabaco, las madrigueras de la madrugada y los errores y los excesos, pues el hecho de la escritura o el cine clásico, culturalmente, sigue teniendo era romántica connotación relacionada con una leve embriaguez permanente. Ya saben, Chandler y sus wiskis, PoeKerouacBogart con su local cerrado diciendo que de todos los bares del mundo ella tenía que entrar en ése. Miradas que escondían promesas, besos de película (tragicomedias, algunas), la suave brisa de un amanecer en agradable estado de distorsión.

Generaciones enteras de cinéfilos han bebido alcohol porque creyeron necesario contrarrestar con algo su exacerbada sensibilidad para con ese arte y las heridas que algunas obras nos han dejado a perpetuidad, cuando una película se te enquista en el alma. Sin afán de enaltecimiento, puede que las mejores charlas sobre cine negro se tengan a pálidas horas de la noche, con una copa en la mano y música suave de John Coltrane o Chet Baker.

La nostalgia por lo no vivido, por el cine que nos parió, que nos hizo sentir como reales una historia muerta y venerar en silencio ese mundo desaparecido.

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