31 de agosto de 2009

Muerte



Conocí en un local de Oviedo una noche de fin de semana a un menudo chaval pelirrojo y pecoso de conversación exprés y lengua fácil. Contándome su vida en el espacio que queda entre una copa y otra, decía que su padre era muy rico, es decir, que le salía la pasta por las orejas, pero que en el momento que a su progenitor le comunicó la idea de no seguir estudiando, lo mandó derechito al ejército.
Ahora tembabla de arriba abajo como un corderillo asustado porque había sido destinado a Afganistán, y partía en poco tiempo. No se cortaba al reconocer que tenía los testiculos en el esofago, y que su pobre madre dormía fatal desde que supo la noticia.
El chaval tiene 17 años, y es uno más de la carne de cañón que ocupa la primera línea en las guerras desde que se profesionalizó el ejército. ¿Dónde está el origen de la bala o el misil que le espera en Afganistán? ¿De dónde proviene la bomba que puede que le siegue la vida? Hay que remontarse mucho más atrás, a la educación fanática de unos fundamentalistas religiosos que les han lavado el cerebro a conciencia. La cosa viene de siglos, pero el talibán que disparará a matar no sabe nada de este chico asturiano que aún no es ni mayor de edad, pero tiene la obligación y el deber moral de odiarlo.
Antes, a la hora de ser llamados a filas, las guerras no distinguian entre clases sociales ni políticas, pero desde que el ejército es la últimsa opción laboral de los más desfavorecidos o aquellos que no siguen adelante en sus estudios, se ha llenado de inmigrantes, de gentes sin recursos, de malos estudiantes, de chavales descarriados y de desesperados en busca de un empleo. Nadie que tenga otra alternativa elegiría ir a jugarse la vida a miles de kilómetros de su país contra un enemigo desconocido y extraño. Son estos los que vuelven a España en una caja de madera, los que mueren por una bandera que veneran los más fachas y causa indiferencia entre la gran mayoría, y son sus padres, desconsolados y rotos, los que reciben el pésame de los grandes políticos y presidentes, que gestionan la muerte desde sus despachos. En Estados Unidos también el ejército se ha llenado de carne de cañón, y ningún republicano extremista en sus cabales envía a un hijo al infierno de Irak. La muerte también entiende de clases.

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