30 de septiembre de 2017

Claro que son cobardes


 
Hizo recientemente hincapié Fernando Savater en cierta cobardía congénita de los llamados intelectuales. Si algo ha caracterizado siempre a ese hombre ejemplar, además de su honestidad intelectual, su cultivada prosa y su necesaria cultura que ha sido referente para generaciones (a algunos nos abrió las puertas de la razón con respuestas que tiraran abajo los muros mentales a los que obligaba la religión), es la valentía del que defiende lo que piensa aun sabiendo que está en juego algo más que un linchamiento digital o la cólera de las huestes de Internet: se jugaba la vida.
Es Savater un tipo con cara de parroquiano bonachón que sin embargo daba clases de Filosofía con un escolta en la puerta, mientras un poco más allá, los que hoy enarbolan la bandera de la regeneración y del “pueblo”, colgaban pancartas en apoyo de asesinos múltiples como De Juana Chaos. Y que nunca silenció su voz cuando era necesario posicionarse, incluso en los tiempos más duro del terrorismo etnicista vasco. Sus críticos más desnortados podrán acusarle de muchas cosas, pero nunca de no ir de frente o de esconderse tras el epígrafe de profesor. Nadie le obligaba a dar la cara, en un tiempo en que no pocos (empresarios y políticos en su mayoría) pagaban por garantizar su seguridad. Ese impuesto revolucionario, chantaje mafioso, que algunos aceptaban a cambio de que los tiros se los pegaran a otros.

En tiempos de forzadas polarizaciones, donde el maniqueísmo político juega un papel fundamental a la hora de dirigir las emociones más exacerbadas, la equidistancia parece un lugar sensato y coherente para mantener un perfil bajo y no pecar de extremista. Pero sólo parece. A veces, la supuesta moderación y templanza de espíritu esconde más una actitud cobarde de guardar la ropa sin ni siquiera tirarse a nadar.
Creo que hay mucha razón en las palabras del filósofo vasco y, aunque además de Savater existen otros casos elogiosos de escritores y miembros del mundo de la cultura que han sido siempre tan notables en su carrera como dignos y coherentes en sus manifestaciones, hay una parte de los personajes públicos y de las personas anónimas que ven agarrotadas sus opiniones o socavada su libertad de expresión debido a la deriva peligrosa que alcanza esa práctica habitual de machacar al discrepante, por lo civil o por lo criminal.
Se prima el miedo al qué dirán por encima de ser fieles a sí mismos, y muchos prefieren callar ante la amenaza que supone la marabunta digital y el linchamiento desbocado. Nueve de cada diez cabezas embistiendo.
Es una actitud lógica (aunque no respetable) lo de no querer buscarse problemas. No vaya a ser que te llamen facha los fascistas de manual (nacionalismo y violencia, los dos pilares fundamentales en los que se sustentaba el movimiento mussoliniano), te tilden de machista las histéricas ágrafas por catalogar el desdoblamiento de género en la gramática y en el habla cotidiano como algo absurdo y patético, o cualquier indigente mental te ponga la etiqueta que mejor case con sus prejuicios y sus ideas precocinadas con los ingredientes de la demagogia, el sesgo ideológico y la ignorancia.
Muchos de los manifiestos que pululan estos días ("hay una izquierda que es sensata, que sigue manteniendo lealtad a sus principios originarios", parecen querer gritar en medio de la locura) llegan después de años de tibieza, y pocos fueron lo que dieron un público paso al frente cuando empezaron a aparecer los primeros libros de texto con una historia manipulada acorde a esa fantasía nacionalista de países ficticios, o el castellano (español) lengua común en todo el territorio, hermosa herramienta que ha sido usada a lo largo de la historia por genios y virtuosos y forma de comunicación de más de 400 millones de personas, fue apartado paulatina pero irremediablemente de los centros escolares, hasta tener que batallar en los juzgados por un ridículo e ineficiente 25%.

Algunos, en nuestra infancia y adolescencia impetuosa, nos enfrentamos con pensamiento crítico y decidido a las mentes más obtusas y cerriles del dogmatismo católico, con el alto coste que a lo largo de la historia siempre tuvo que pagar aquél que ambicionaba el librepensamiento: la exclusión, el silencio forzoso, el oprobio y las palabras de castigo con el dedito acusador.
Pero reprimir el impulso de declarase en rebeldía de las doctrinas oficiales que en cada época impone la dictadura de lo políticamente correcto sólo lleva al camino personal de la frustración y la impotencia espiritual, con lo malo que es eso para el aparato digestivo.

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