9 de octubre de 2017

El tonto y el fascismo



Una de las actividades que más me divierte últimamente es observar (y a veces provocar) a tanto tonto de babero, de los que, debido a su ínfima capacidad expresiva y en posesión de un muy pobre vocabulario, sueltan cada dos por tres el epíteto de fascista, a modo de pedrada inapelable, y se quedan orgullosos y contentos, como pensando, “ahí queda eso, ahora qué”.
Escogiendo bien a los tontos y sabiendo por dónde entrarles, puedes salir, sin forzar, a un “fascista” por día.
La cuestión es que antes el tonto se quedaba reducido al ámbito privado, cercano, y era su familia quien más o menos sufría al tonto en silencio, con las aflicciones que eso provoca. Pero con el hiperdesarrollo tecnológico y la expansión de las redes sociales, los tontos han encontrado un formidable altavoz, desde donde vocear al mundo su estupidez, y sentir ese orgullo íntimo que siente el idiota, cuando le hacen algo de casito, aunque sea para reírse de él o regodearse de su idiocia.

El tonto mesetario, el que lo es por vocación o por deméritos, promulga cierta simpatía, condescendencia o abierto apoyo a los que llevan casi cuatro décadas imponiendo un ideario totalitario en Cataluña con la colaboración cómplice de políticos de todo pelaje, formando en el odio desde las escuelas, en el pensamiento excluyente y en la inflamación identitaria. Creando, con el silencio oportunista de unos y la conspiración de otros, al menos dos generaciones de analfabetos históricos envilecidos por competencias educativas infames y años de desmemoria y adoctrinamiento, ondeando la bandera de la confrontación territorial, pretendiendo negarle al vecino su derecho a la ciudadanía, o incluso el de educar a sus hijos en la lengua vernácula y común. Enfrentando a familias, vecinos y compañeros por culpa de la superstición mística de las naciones. Expandiendo la violencia y señalando al disidente.
Mientras, se apela al concepto de “pueblo” para dirigir a las masas, como en las más cochambrosas de las tiranías populistas, haciéndoles creer que luchan por su diezmada libertad, cuando sólo son las fuerzas de choque utilizadas para meros fines económicos. Y donde un líder enérgico y carismático, hecho a sí mismo a base de propaganda y eslóganes, está por encima del bien y del mal, y por supuesto, de la ley como tal.
En esas Comunidades Autónomas, el populismo político y el nacionalismo dogmático ya conviven armoniosamente en feliz unión, perfecta simbiosis. Con el control de los medios de comunicación públicos puestos al servicio del poder y con el exilio fiscal como meta de las élites mientras distraen a sus ciudadanos con disputas supremacistas y hechos diferenciales. Donde creerse diferente siempre lleva implícito creerse mejor.
Pero, para el tonto, fascistas son todos los demás. 

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