26 de enero de 2012

Sobre mares y capitanes


Yo me crié con historias de mar, con brisa de oleaje en el rostro y mirando fotos de barcos en los que mi padre, marino de carrera con título de Capitán, había surcado los océanos; escuchando anécdotas de noches de tormenta que hacían temblar al oficial más duro del puente o el castillo de proa, cuando se jugaban la vida en cubierta y anécdotas de estachas asesinas; cuando se utilizaba el sextante (no existía entonces el GPS ni otras tecnologías modernas actuales ) pieza fundamental para efectuar los cálculos astronómicos de Navegación, obtener la posición en la carta y posteriormente fijar el rumbo en función de esta última situación. A utilizar las estrellas como referente:  en el hemisferio Norte la referencia podía ser la Osa Mayor  (Alioth, Mizar y Alkaid, que prolongando la enfilación llegabas a la Polar),  y en el Hemisferio Sur la Cruz del Sur (con Acrux , Gacrux  y Mimosa) resplandeciendo en todo el firmamento. Y es que, hasta hace muy pocas décadas, las técnicas de navegación no distaban mucho de las que utilizaron Colón, Erik el Rojo, William Bligh o Nelson.
Atendí a explicaciones sobre el Fuego de San Telmo, de aletas de tiburones a babor o leyendas de buques fantasma  a la altura del cabo de Buena Esperanza, de noches de un silencio y una oscuridad sobrecogedoras, sin nada más a la vista en millas a la redonda que el navío en el que estabas.
Y entre aquella tripulación había oficiales beodos o marineros puteros que esperaban el atraque del barco para ir al primer burdel nada más arribar tierra. Pero eran marineros duros y honrados que sabían cuál era su trabajo a bordo y sabían cumplirlo, desempeñados siempre leales a una cadena de mando que iba desde el Capitán hasta el marmitón. Marineros de verdad, añejos, trabajadores y curtidos, que aún existen y no tienen nada que ver con estos gilipollas actuales de pijolandia que van al yate de lujo o velero de turno con los zapatos náuticos y vestidos de camisa, como si fueran a un cocktail del club de regatas.

Y pasé muchos veranos y algunos inviernos en un pueblo de la costa cantábrica, mirando ese oleaje sereno de los días de agosto y el color oscuro, agresivo y sombrío que adopta en invierno. Aprendiendo a analizar las mareas y comprender su influencia en las costas o cuándo era mejor para ir a coger marisco en los pedreros, siempre con un ojo atento a la Guardia Civil del SEPRONA.
Jugando a la vera de esa orilla a naufragios y piratas, mirando la extensión de agua infinita y soñando con navegar más allá de la línea del horizonte para anclar en puertos extranjeros donde esperarían mujeres de largos vestidos y labios eternos. Porque en aquella época y aquellos veranos los niños queríamos ser oficiales, corsarios o marineros de la Bounty, nadie declaraba añorar ser futbolista o tertuliano de Sálvame.
Mirando con respeto reverencial a viejos pescadores que permanecían impasibles y pacientes tardes enteras con la vista muy lejos de allí, chupando un cigarrillo y echando ojeadas a su caña inmóvil. Llegué a tener la certeza de que la captura era lo de menos, lo importante era estar sentado cerca de la mar, a la intemperie de esa brisa y ese olor únicos, cuando todo lo de tierra adentro te resulta entonces muy ajeno.
Y fuimos niños dando brincos entusiastas por entre las ruinas de un viejo embarcadero, buscando acantilados desde los que saltar al agua, pero conocedores siempre de la profundidad y las rocas del fondo, con seguridad de veterano, evitando las peñas en las que poder encallar…
Ahora, muchas veces, esa vasta extensión de agua marina ingobernable es el reflejo de mi infancia perdida.
También aprendí, con esas historias paternas y mi intuición, que el mar es una bonita y dura metáfora de la vida, porque es un peligro y una promesa, donde muchas cosas empiezan y otras terminan, y siempre hay un momento en el que atraviesas tu particular línea de sombra, con el beneplácito de la memoria sabia como los siglos y de los espectros de viejos marinos.
Como cualquier aficionado a los barcos y a la lectura que se precie, me calzé los imprescindibles: Patrick O'Brian, Conrad, las novelas Moby Dick (cuya adaptación al cine de John Huston tiene carácter de mito para mí), Los trabajadores del mar de Víctor Hugo y Rebelión a bordo. Incuso novelas interesantes de Pérez-Reverte como La carta esférica o Cabo Trafalgar forman parte de la biblioteca.
Con semejante bagaje y esos antecedentes marineros, es comprensible que me sienta, como cualquier navegante lúcido, asqueado por el impresentable del capitán Schettino y su ruindad como oficial de mayor rango. Porque ante un naufragio o situación de peligro la máxima autoridad dentro de un barco debe ser el comandante y el baluarte de la sangre fría y el temple, asistir las tareas de evacuación y salvamento, asumir errores y remendar, ser el último en abandonar la nave; y en última instancia, un capitán se hunde con su buque si es necesario. Sin reglas, sin honor, tanto en alta mar como en la vida, nada tiene sentido. 
Es indignante la poca vergüenza y la vileza del primer mando del Costa Concordia, la manera ratera de huir, el desamparo de los pasajeros al abandonar un mando que, pese a todo, era suyo. Y la condena de Schettino no reside tanto en la sentencia que aplique la justicia como en la vergüenza como dueño de unos galones, esa marca indeleble que tendrá siempre, porque se pueden ser muchas cosas en este mundo, pero en la mar, nunca un cobarde.

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